La reciente revisión del asesinato de Jean McConville por el IRA, impulsada por las autoridades judiciales de Irlanda del Norte y que ha llevado a la detención e interrogatorio del líder del Sinn Féin Gerry Adams, constituye un nuevo episodio de los horizontes de impunidad en los que se desenvuelven los procesos negociados de final del terrorismo. El caso irlandés es paradigmático a este respecto, pues los Acuerdos de Viernes Santo, firmados en 1998, dieron lugar a una excarcelación masiva de presos del IRA. Es cierto que en aquella ocasión no se procedió a perdonar a los alrededor de 150 fugitivos que habían huido de la justicia y que posteriormente, ya en 2006, el Gobierno británico de Tony Blair fracasó en su intento de aprobar para ellos una ley de amnistía. Pero ello no significa que los procesos penales que tenían pendientes se agilizaran para dar una satisfacción de justicia a sus víctimas. Todo lo contrario, en su mayor parte esos contenciosos se quedaron durmientes en los archivos judiciales y sólo de vez en cuando, como ahora ha ocurrido, vuelven a desempolvarse, no sin suscitar la protesta de los políticos que, con la pacificación, recogieron las nueces del árbol agitado por el terrorismo. Y así, Adams ha declarado, tras su interrogatorio: «Mi detención envía una señal equivocada para la paz de Irlanda», y no ha tenido el menor reparo en señalar: «Hay una campaña maliciosa y siniestra contra mí».
Claro que malicioso y siniestro es más bien el hecho de que muchas víctimas no hayan podido cerrar su duelo por el hecho de que ni la policía ni los tribunales hayan sido capaces de establecer y juzgar los hechos que dieron lugar a su desgracia. Y si en Irlanda los casos de terrorismo pendientes se cuentan por centenares, lo mismo ocurre en España. Así, un informe de la Fiscalía de la Audiencia Nacional señalaba hace tres años que 314 de los asesinatos cometidos por ETA habían quedado impunes porque sus autores no habían podido ser juzgados. De ellos, en 53 ni siquiera había constancia documental para incoar el correspondiente procedimiento judicial; en otros 48 no se había indagado lo suficiente para establecer su autoría; en 134 se dejaron prescribir las responsabilidades penales; hay también ocho casos en los que los asesinos murieron sin ser juzgados; otros 53 asuntos llegaron a juicio, pero sólo se logró condenar a los colaboradores y no a los autores de los crímenes; y quedaban únicamente 18 casos abiertos a la indagación penal.
La mayor parte de los asesinatos de ETA que han quedado impunes datan, de acuerdo con el informe de la Fiscalía, de las décadas de los setenta y ochenta, de manera que sólo dos de cada diez son imputables al último cuarto de siglo. La impunidad, como se ve, hunde sus raíces en un pasado que puede parecer remoto pero que tienen bien presente las personas que sufrieron muy de cerca la violencia. Un pasado que, además, fue prolijo en perdones políticos, como la amnistía con la que se abrió la democracia, la paz negociada que facilitó la excarcelación o el retorno desde el exilio de los polimilis y de otros terroristas arrepentidos. Sobre la primera, Javier Ybarra, evocando el secuestro y asesinato de su padre, que había tenido lugar pocas fechas antes del perdón estatal, reflexionaba así:
Aquella decisión me supo a recompensa del mal. Mientras los españoles vivían una auténtica fiesta de libertad y democracia, nosotros asumíamos nuestra tragedia en soledad y silencio, con dignidad y discreción.
Y acerca de la segunda Ángel Altuna y José Ignacio Ustaran, hijos ambos de asesinados en 1980 por ETA político-militar, señalaban un cuarto de siglo después, sin que sus casos hubieran sido aún resueltos:
Gran parte de la sociedad se felicitó por (…) el abandono de las armas por un sector de miembros de ETA. A partir de ahí la oscuridad. En ningún momento se hizo público que este grupo reconociera el daño realizado, ni expresara un mero esbozo de arrepentimiento. (…) No se siguió ninguna investigación policial que permitiera continuar con los procesos abiertos; no se reabrieron los casos archivados ni se investigaron los asesinatos (…) por aclarar; se consideró que los presos (…) estaban ya automáticamente reinsertados y se procedió a una rápida excarcelación. En definitiva (…) [la] impunidad.
La historia parece condenada a repetirse, aunque en este caso no como tragedia y farsa, como señaló Marx en el comienzo de su 18 Brumario de Luis Bonaparte, sino más bien con la fatalidad que conduce al infortunio de muchas de las víctimas de ETA. Un reciente estudio realizado por el Instituto Vasco de Criminología -al que dio su impronta Antonio Beristain, jesuita y catedrático a quien los que le conocimos nunca olvidaremos- concluye que casi dos tercios de las víctimas vascas de ETA, los GAL y otras organizaciones de extrema derecha temen que el final del terrorismo se cierre, para los asesinos, con una impunidad revestida de penas insuficientes, indultos, abandonos de la investigación criminal, beneficios penitenciarios, ausencia de condenas o, simplemente, carencia de juicios.
Han transcurrido ya casi cinco años desde que ETA cometió sus últimos atentados en España. Desde entonces las presiones del nacionalismo radical para propiciar la excarcelación de los presos de esa organización terrorista no han cesado. Los Gobiernos socialista, primero, y popular, después, no han sabido dar una respuesta a ese reto. Creyeron que la vía Nanclares, que se había puesto en marcha con Alfredo Pérez Rubalcaba al frente del Ministerio del Interior, era la respuesta y fracasaron. Después, ya con Jorge Fernández Díaz en ese mismo puesto, llegó el silencio. Con unas pocas detenciones y sin iniciativas políticas para abordarlo, el problema del final de ETA se va diluyendo mientras muchas de sus víctimas aún esperan que se les haga justicia. Parece como si la historia se volviera a escribir, una vez más, y de nuevo resonara la sentencia que un día dejó dicha Albert Camus:
Las víctimas acaban de llegar al colmo de su desgracia: se fastidian.