El suspiro de alivio de la vicepresidenta del Gobierno cuando el Tribunal Constitucional, en una insólita resolución, dejó en suspenso la decisión que se le pedía hasta nuevo aviso, a la vez que incluía unas medidas cautelares acerca de la sesión de investidura de Puigdemont, es seguramente lo que más ha resonado este fin de semana en las oficinas monclovitas. Cuando se hace política al rebufo de los acontecimientos es lo que pasa: que en algún momento se mete la pata y alguien tiene que sacártela... hasta que vuelva a ocurrir lo mismo un tiempo más tarde. De meteduras de pata está ya saturada la política catalana del Gobierno de Rajoy, determinada por la convicción de que lo de los nacionalistas lo para el cuerpo de abogados del Estado. No merece la pena hacer una relación detallada, pues nos haría llorar de rabia y de impotencia, aunque sí recordar que primero fue la idea de que lo que no es legal no puede existir —hasta el punto de que, según aquel ilustre gobernante, el referéndum del 1 de octubre no fue tal—, luego vino la negación de la evidencia de la declaración de independencia, para acabar aplicando el artículo 155 con la convicción de que todo se terminaría con unas elecciones. Y ahí está el resultado: según los entusiastas del PP, hemos ganado, aunque todo indica que vamos perdiendo por la sencilla razón de que, de verdad, para nada se ha parado el proceso secesionista, aunque esté en pausa.
Pero no se trata sólo de eso. Además, resulta que, tras los sobresaltos, no se ha aprendido absolutamente nada. No hemos visto a esos genios que nos gobiernan, ni a los que dicen que les hacen una oposición constructiva, presentar en el Congreso una panoplia de medidas legislativas orientadas a reforzar las instituciones del Estado y la unidad de España dentro del marco constitucional. Nuestro sistema político descentralizado se basa en un reparto territorial del poder que presupone la lealtad de los Gobiernos regionales y locales. Éstos pueden al alcanzar unas elevadas cotas de autogobierno, precisamente porque garantizan la unidad del conjunto. Esto es lo que se ha roto en Cataluña y lo que ha puesto en evidencia que los instrumentos jurídicos e institucionales para reparar el daño causado son insuficientes. Insuficiente es una aplicación del artículo 155 de la Constitución que deja incólume la Administración desleal; insuficiente es una ley electoral que permite a los golpistas presentarse a las elecciones para protegerse de la acción penal contra ellos; insuficientes son unos tribunales que actúan con tal parsimonia que, cuando llega su justicia, es siempre demasiado tarde; insuficientes han sido los medios de los que se ha dispuesto para garantizar el orden público.
Los que, aunque hastiados, seguimos los acontecimientos del proceso independentista de Cataluña desde hace años, no podemos creer que estemos ganando. Más bien parece que, de sobresalto en sobresalto, somos incapaces de prever lo que nos depararán, en lo inmediato, las iniciativas nacionalistas. Si el horizonte en este asunto estuviera despejado, seguramente las banderas españolas que todos los días vemos al asomarnos por la ventana habrían desaparecido. Pero no es así. Siguen todas en el mismo sitio en el que fueron colocadas hace ya muchos meses, tal vez porque quienes las colgaron ven en ellas un modo de expresar su protesta contra los errores de quienes se muestran incapaces de encontrarle una solución al problema.