Entender la verdad de las víctimas del terrorismo es entender que éste es una manifestación perversa y extrema de la política que se desarrolla ejerciendo la violencia contra unas personas que han sido designadas, no por ser portadoras de una culpa, sino por su valor simbólico de cara a suscitar el desistimiento de la sociedad frente a las pretensiones de las organizaciones que la practican.
El terrorismo se configura así como una violación sistemática de los derechos humanos; un mal del que sus víctimas son testigos involuntarios, seres sufrientes que, en la inmediatez de la violencia que soportan, se quedan sin palabras. Como escribió Carlos Ruiz Zafón, "sentí que se me encogía la garganta y, a falta de palabras, me mordí la voz". Este enmudecimiento es el preludio de unos sentimientos confusos de vergüenza, culpa y desamparo que esas víctimas experimentan con harta frecuencia. Sienten vergüenza de compartir con sus atacantes la misma condición humana que puede albergar la furia y la crueldad de su sufrimiento. También experimentan muchas veces la sensación de culpa que provoca el saber que no han sido ellas, sino sus familiares o amigos, los caídos. Y se abandonan asimismo al desamparo porque ser objeto de un crimen terrorista supone un desafío que reta todo lo esperado y hace perder la confianza en los demás, singularmente en unas instituciones a las que se achaca que no hayan cuidado de ellas, que no les han socorrido y las han dejado abandonadas.
A nadie sorprenderá que estos sentimientos de pérdida conduzcan con harta frecuencia a la experimentación de daños psicológicos muy importantes, pues, como escribió el profesor Enrique Echeburúa, el terrorismo produce en sus víctimas "una quiebra del sentimiento de seguridad en sí mismas y en los demás seres humanos, una pérdida de la confianza básica y de la integridad del propio yo". Y como fruto de ello, en las víctimas se da una alta probabilidad de experimentación de trastornos psiquiátricos, como el síndrome de estrés postraumático, la depresión, la ansiedad o la adicción al alcohol y otras drogas. Los estudios en esta materia señalan que, entre los supervivientes de atentados, esa probabilidad se eleva hasta un promedio del 52 por ciento durante los veinte años posteriores a esos acontecimientos; y entre sus familiares, hasta un 36 por ciento. Estas prevalencias superan hasta en cinco veces a las que se han medido para las víctimas de accidentes o de catástrofes naturales, aunque son de un orden similar a las que experimentan las víctimas de agresiones sexuales o malos tratos en el ámbito familiar. Quienes experimentan la maldad humana comparten así un mismo daño psicológico que es de muy difícil reparación.
Pero ¿cuántas han sido en España las víctimas del terrorismo? Recurramos en esto, de la mano del criminólogo Antonio Beristain, al concepto de macrovíctimas, en el que se engloban no sólo las directas, sino también las indirectas –familiares, amigos, testigos– que se han visto concernidas por los atentados terroristas. Con la ayuda de los registros oficiales y de los estudios sociológicos podemos contabilizar 164.814 víctimas directas (1.084 asesinados, 4.851 heridos, 1.500 amenazados que han requerido escolta policial, 32.379 damnificados por daños materiales y unos 125.000 desplazados interiores que, por la amenaza de ETA, huyeron del País Vasco) y, en este caso solo en el País Vasco, 510.000 víctimas indirectas (130.000 personalmente afectados y otros 380.000 allegados a alguna víctima directa). Son en total unas 675.000 personas, aunque si se consideraran las víctimas indirectas en otras regiones de España tal vez podrían superar los cuatro millones.
Estas víctimas, personalmente o por medio de las asociaciones que las agrupan, siempre han reclamado justicia, además de memoria y dignidad –como expresa el lema de la AVT–. Pero la justicia ha sido un elemento políticamente molesto para los Gobiernos de la democracia. La amnistía de 1977 y las ulteriores medidas de gracia que se han aplicado desde entonces han sido graves decisiones contra el valor de la justicia. Además, las actuaciones de los tribunales –o más bien su incuria– han dejado un auténtico agujero negro en esta materia, pues, como ha expresado un reciente informe del Centro Memorial del Terrorismo, aún quedan 379 asesinatos de ETA sin resolver –un 40 por ciento del total atribuido a esta banda armada–, y también se cuentan cinco casos de desapariciones.
Pero eso no es todo, porque la política del perdón ha sido una constante en estos 45 años de democracia. Diferentes Gobiernos han creído que con ella podría darse carpetazo al conflicto planteado por el terrorismo nacionalista vasco. Vana ilusión porque, con pocas excepciones, los etarras han sido inconmovibles; y en ello siguen. El perdón estatal, el perdón del soberano, cuando lo que se ventilan son "los crímenes de los súbditos entre sí", como señaló Kant, "es la suma injusticia contra ellos". Ese perdón –que tampoco sería justificable en una perspectiva ética, pues apela a la desmemoria del agravio, anula la voluntad del ofendido y priva a la víctima del derecho a la reivindicación de su resentimiento– implica la renuncia del Estado a la resolución de los conflictos mediante la aplicación del Derecho. El Estado hace dejación de su responsabilidad de administrar la justicia e instituye una anomia que abre la puerta a la arbitrariedad. Como señaló Sandrine Lefranc, investigadora del CNRS francés,
el orden jurídico no puede tolerar la irrupción del perdón, porque no existe el orden del perdón y éste, incluso, podría ser el fermento de la destrucción del orden.
En eso mismo estamos ahora, una vez más, aunque con una gravedad inusitada, pues lo que se ha puesto en juego es una descarada arbitrariedad que arroja a las víctimas no sólo a un pozo de injusticia sino también a un abismo de incomprensión. El artífice de este asalto no ha sido otro que el ministro Grande Marlaska. A él se le debe el recurso al viejo procedimiento de hacer la vista gorda para propiciar la liberación de los presos de ETA en pago al apoyo político de EH Bildu al Gobierno de Pedro Sánchez. Eso sí, una vista gorda revestida de formularios espurios que carecen de encaje en la legislación penal y penitenciaria, y que constituyen la expresión leguleya de la injusticia final perpetrada contra las víctimas del terrorismo. Éstas están ya a punto de llegar al extremo que, al acabar la guerra de Argelia –una guerra en la que todos los bandos practicaron el terrorismo–, describió Albert Camus: "Las víctimas acaban de llegar al colmo de su desgracia: se fastidian". Esta es, lamentablemente, su última verdad.