Transcurrido un quinquenio desde que ETA aceptara cesar en su campaña terrorista, aunque sin disolver su organización, bueno será echar la vista atrás para hacer un balance de la política antiterrorista arbitrada por el Gobierno de Rajoy, con Jorge Fernández Díaz en el Ministerio del Interior. Lo primero, sin duda, es constatar que ETA sigue ahí, debilitada en extremo, pero influyendo política e ideológicamente a través de los partidos y coaliciones electorales que levantan la bandera del MLNV. Es cierto que estos últimos han retrocedido en su representación institucional y han perdido una parte de su poder político, pero ello no obsta para que su crédito sea aún relativamente amplio y su dominio doctrinal se extienda más allá de sus estrictos límites partidarios.
Es precisamente esta prolongación de ETA en el terreno institucional lo que apenas ha encontrado respuesta en la política desarrollada por el Gobierno de Rajoy. Éste se ha limitado a corregir, a través de la actuación del delegado del Gobierno en el País Vasco, alguno de los excesos abertzales, y poco más. Ninguna iniciativa política se ha planteado en orden a deshacer la herencia que dejó Zapatero al bendecir la reanudación de la actividad de los partidos vinculados a ETA después de la etapa en la que Batasuna estuvo ilegalizada.
En realidad, es muy difícil encontrar en la política desarrollada por Fernández Díaz nada que no sea dar continuidad a la que definió Alfredo Pérez Rubalcaba, su predecesor socialista en el cargo. Continuidad ha tenido la firmeza represiva que éste imprimió a la actuación policial con respecto a los militantes de ETA; y así, durante el último quinquenio, se han practicado 168 detenciones y se ha proseguido con el desmantelamiento de los elementos activos de la organización terrorista. No obstante lo exitoso de esta actuación, cabe añadir que apenas se ha progresado en el esclarecimiento de los tres centenares de casos sin resolver –detrás de los cuales se encuentran víctimas dolientes que no han encontrado justicia– que los sucesivos Gobiernos recibieron en herencia de la etapa en la que Felipe González ocupó el despacho de la Moncloa.
Por otra parte, en materia penitenciaria, Fernández Díaz no ha añadido nada a los expedientes que dejó Rubalcaba. La vía Nanclares para la reinserción de arrepentidos no se modificó un ápice, a pesar de su evidente fracaso cuantitativo y su nula influencia sobre la derrota política de ETA. Es más, el Gobierno de Rajoy no consiguió añadir ninguna nueva retractación a la veintena de etarras que se habían acogido a ella antes de su investidura. El resultado ha sido, por tanto, nulo. Y a él se añaden otros fracasos que tal vez no sean enteramente atribuibles al Ministerio del Interior, aunque sus meteduras de pata hayan influido poderosamente en ellos. Me refiero, cómo no, al caso Bolinaga –en cuyo desarrollo los errores del ministro Fernández fueron notorios– y a la revocación de la Doctrina Parot –en la que faltó una actuación más decidida ante el Tribunal de Estrasburgo–. Mientras tanto, la cuestión de los presos de ETA se ha ido solucionando por sí sola, pues con el transcurrir de los años muchos de ellos han cumplido sus condenas, han sido puestos en libertad y han vuelto a sus pueblos de origen, encontrando una sociedad condescendiente con ellos, ajena a cualquier cambio en el discurso justificativo del terrorismo.
Esto entronca con la conocida cuestión del relato. En el Ministerio del Interior se ha hablado mucho de la necesidad de construir un relato que diera una imagen históricamente fiel de los sucesos vinculados a ETA que tuvieron lugar, tanto en el País Vasco como en el resto de España, durante el medio siglo en el que se desarrolló su campaña terrorista. Pero se ha hecho poco o nada para dar forma a ese relato. Se ha creído que bastaba con hacer alguna declaración de vez en cuando y con promover algún seminario universitario durante el verano –con protagonismo siempre del personal político y actuación secundaria de los académicos–. Pero nada más. Nada se ha avanzado –y más bien se ha retrocedido– en hacer públicos los documentos de ETA, las cifras de los atentados terroristas y sus estragos, en conocer algo tan elemental como el número de personas que fueron heridas por la banda armada o el valor de los daños provocados por ella, en iluminar las innumerables historias de dolor asociadas al terrorismo. Los estudiosos de estas materias no han encontrado el menor apoyo financiero para sus investigaciones dentro de los planes de I+D, en los que el terrorismo no figura entre sus objetivos y líneas prioritarias. Y los pocos cineastas y comunicadores que se han tomado en serio estos asuntos también se han visto huérfanos de ayuda. No negaré que, en esta materia, está por ahí el Memorial de las Víctimas que hay en Vitoria, y para el que se ha nombrado a personas solventes –como Florencio Domínguez–, pero todavía no deja de ser un proyecto en obras, dicho sea literalmente, que aún no ha dado ningún fruto.
El de las víctimas es, finalmente, otro de los asuntos sobre los que hay que dejar constancia. El Gobierno de Rajoy también recibió en herencia una ley de víctimas recién promulgada por Zapatero, aunque no parece que haya hecho mucho caso a las novedades que ésta introducía sobre la materia. Por ejemplo, esa ley se proponía dar un reconocimiento singular a los amenazados por organizaciones terroristas que, hasta entonces, habían quedado excluidos de la condición jurídica de víctimas. No era mucho, porque todo lo previsto se desenvolvía en el plano simbólico. Y, pese a ello, el reconocimiento a los amenazados se encuentra prácticamente inédito. Esta carencia de reconocimientos públicos hacia las víctimas ha sido la tónica del período rajoyista, pues todo se ha limitado a la realización de un acto anual en el Congreso de los Diputados cuyo formato siempre ha encajado mal con su función, tal como las asociaciones de aquellas han señalado en varias ocasiones. En realidad, la política de Fernández Díaz hacia las víctimas de ETA apenas ha sobrepasado la distribución burocrática de unas ayudas menguantes, bien directamente por el Ministerio del Interior, bien a través de la Fundación Víctimas del Terrorismo. Esta entidad, por otra parte, había mantenido en las etapas anteriores un cierto tono de independencia que, en la que aquí se valora, se ha perdido, hasta el punto de que tanto su boletín como una parte de sus actividades se han convertido en un instrumento propagandístico del ministro del ramo.
El balance, en definitiva, de estos cinco años sin ETA deja mucho que desear. Pasará a la historia como un tiempo perdido en cuanto al que debiera haber sido su objetivo principal –la definitiva derrota política de la organización terrorista– y sus actores en la dirección de la política antiterrorista se marcharán sin que su impronta deje huella, afortunadamente olvidados.