De que en estos tiempos tan confusos las cosas se están trastocando ya no cabe la menor duda. El calor del estío solía ser propicio a la inacción, a la pasividad, al dulce contemplar de la vida bajo el bochorno, casi sin hacer nada, mientras, eso sí, los estudiantes suspendidos miraban sus libros con un suspiro, pensando que aún quedaba tiempo para abrirlos hasta que llegara septiembre. Había también acontecimientos que no por habituales dejaban de ser menos sorpresivos, como los crímenes pasionales o los suicidios, que siempre aumentaban con la temperatura y permitían rellenar las páginas de los periódicos, lo mismo que los incendios forestales, los ahogados en los remolinos de ríos y playas y las serpientes de verano.
Hoy parece que ya no queda nada de eso y que el calor de estío es más bien fuente de sobresaltos, de inquietantes sombras que se ciernen sobre nuestro futuro, de conmociones políticas que calientan el sabor frío del gazpacho y perturban con nerviosismo la siesta, haciendo que el sopor canicular deje de ser propicio al descanso. Veamos si no el gallinero en que se ha convertido la política catalana, con la discusión acerca de si han de ser o no sus profesionales de costumbre los candidatos del bando nacionalista o si han de dejar sus puestos a aficionados enchufados a la teta pública por mor de las subvenciones a la cultura local. Y mientras tanto, Iceta ha dejado de saber cuál es su identidad con tanta duda acerca de la nacionalidad y el derecho a decidir, mientras Alicia Sánchez Camacho espera un milagro para que no le abandonen los votos ahora que ha logrado hacer del PP un cero a la derecha –aunque en esto sea lo mismo que la izquierda– de la política catalana. Claro que los milagros son cosa de la primavera –porque en verano, con el calor, se embota el entendimiento– y las elecciones apuntan, de momento, hacia el otoño.
O veamos también lo de Grecia, donde la calorina estival ha acabado trastocando el materialismo dialéctico y el no se ha convertido en sí, aún sin saberse qué significaban en concreto una y otra cosa, pues al final el gobierno radical de izquierdas acaba siendo apoyado por la derecha y viceversa, porque en esto de la dialéctica uno ya no sabe dónde queda cada mano y se arma un lío de padre y muy señor mío. Claro que pronto vendrá algún clarividente de Podemos, como Monedero o Errejón, para explicárnoslo con una pizca de materialismo histórico –con sus fuerzas productivas y sus relaciones de producción derivando en la lucha de clases– sacado del barullo aquel que montó Plejánov allá por finales del siglo XIX. Y mientras tanto los griegos se quedarán perplejos y nosotros, los españoles, iremos soltando la mosca del rescate, pues ya ha dicho Rajoy que esta bendición de la solidaridad acabará costándonos 10.000 millones de euros. Echemos la siesta antes de pensarlo dos veces, pues con este ardor de julio corremos el riesgo de acalorarnos sin remedio.
Y en Madrid, mientras tanto, Carmena conspira para ponernos nuevos impuestos cuando saquemos dinero del cajero automático y amenaza con sustituir la operación asfalto por un lavado de calles franquistas –o lo que sea algarabía– porque dice que sale barato y, al fin y al cabo, para eso gobierna el pueblo. ¿Gobierna he dicho? Permítaseme la licencia, porque mientras las calles sigan tan sucias y los jardines de barrio tan secos, lo del gobierno sigue siendo el eufemismo al que ya estábamos acostumbrados con la alcaldesa precedente, que se ahorró la pasta del riego para reducir la deuda. Es lo que tiene construir Madrid en verano, pues hay que esperar al otoño para que, pasado el calor, con la lluvia se hermosee de nuevo.