La guerra se ha desencadenado, causando una sorpresa monumental a los países europeos y sobre todo a sus Gobiernos. Tantos días observando lo obvio –que Rusia no había realizado una costosa movilización de sus tropas en las fronteras de Ucrania para amagar y no dar– y no fueron capaces de adivinar que sus amenazas de arbitrar unas sanciones inéditas mientras se dialogaba diplomáticamente no iban a servir para nada. La guerra está ahí para demostrarlo con una evidencia dramática ineludible, aunque el discurso de la Unión Europea o de Estados Unidos, basado en la idea de las sanciones, no se ha modificado un ápice, salvo para dejar bien claro que las tropas de la OTAN no van a pisar suelo ucraniano. "¡Agarradme que lo mato!", parecen decir los dirigentes occidentales mientras se sujetan a sí mismos, poniendo pie en pared por si acaso, no vaya a ser que haya alguien –sobre todo entre sus conciudadanos– que se lo crea y lo exija, arrastrado por un sentimiento de dignidad.
La guerra no deja lugar a la duda acerca de la voluntad rusa de imponer sus intereses; los mismos intereses que, en el curso de la historia, llevaron al imperio zarista a ampliarse allende las fronteras de Moscovia para fortalecer una patria insegura por la venganza de una geografía casi carente de fronteras naturales y sin mares protectores. "La inseguridad es el sentimiento nacional ruso por excelencia", apuntó Robert Kaplan en su obra sobre esta materia, y añadió que ese sentimiento "inculcó a los rusos la necesidad de conquistar más tierras". Así que, como también afirma este autor, el resurgimiento de Rusia "tras la desintegración del imperio soviético forma parte de una vieja historia". Es obvio que las autoridades políticas europeas no han entendido esto; y que, fruto de su ceguera, no comprenden que, para Rusia, el peso del pasado es mucho mayor que el temor a cualquier amenaza difusa y ajena al uso de las armas.
Pero resulta que, además, la efectividad de las sanciones económicas y diplomáticas está por ver. También en esto la historia desmiente la fe de carbonero con la que sus proponentes han amenazado con "cercenar el crecimiento ruso y disparar la inflación", estableciendo limitaciones en el acceso de Rusia al mercado de capitales y erosionando su tejido industrial, a la vez que amenazan con el bloqueo de los activos pertenecientes a determinadas personalidades –eso sí, ocultando a los ciudadanos europeos los datos sobre la cuantía de esos activos, buena parte de los cuales, seguramente, habrán sido puestos a salvo de la capacidad de actuar de sus Gobiernos–.
La historia desmiente, en efecto, la idoneidad de las sanciones para doblegar la voluntad de los Gobiernos ajenos. Piense el lector, por proponer sólo algunos casos, en la España de Franco durante la vigencia de la Resolución 39 de la Asamblea General de las Naciones Unidas sobre la cuestión española (1946-1950), que estableció el ostracismo para el régimen franquista y su aislamiento diplomático. O también en el embargo estadounidense sobre Cuba, arbitrado por una amplia serie de normas, como la suspensión de relaciones decretada por Eisenhower (1961), la Ley Torricelli (1991) o la Helms-Burton (1996), por citar tan sólo las más notorias. Y del mismo modo en las sanciones a Irán impuestas por la Orden Ejecutiva 12170 de Estados Unidos en 1979 (hasta 1981) y renovadas durante el mandato de Reagan en 1987, a las que se añadieron en 2006 las del Consejo de Seguridad con ocasión del programa de enriquecimiento de uranio de ese país.
Las sanciones, por supuesto, tienen efectos económicos adversos en los países que las sufren, pero también producen resultados adaptativos que reconfiguran las actividades productivas y los comportamientos sociales. Franco se amparó en la autarquía –lo mismo que Rusia, por cierto, después del paquete sancionatorio de 2014, cuando ocupó Crimea–; Cuba durante muchos años recicló los automóviles americanos de la época prerrevolucionaria y se amparó, además, en los subsidios soviéticos y en el Comecon. Hoy en día, por poner otro ejemplo, los universitarios iraníes utilizan el mismo software que los españoles; eso sí, con la diferencia de que, mientras ellos lo hacen gratis gracias al pirateo, nuestras universidades pagan costosas licencias con igual resultado. Además, todos los programas de sanciones tienen fisuras, sobre todo porque hay países que no aceptan su aplicación. Ya he mencionado a la URSS, pero los españoles sabemos del caso de Argentina, cuando decidió verter su ayuda alimentaria sobre España mientras Evita era aclamada en el verano madrileño de 1947. Por cierto, que también España eludió el bloqueo cubano.
Esto mismo se observa ahora en el caso de Rusia. Mientras a los dirigentes de la Unión Europea se les llena la boca de frases altisonantes, Alemania, Austria, Hungría e Italia llaman a la moderación recordando que las sanciones pueden tener también un efecto muy adverso sobre sus propias economías. La dependencia del petróleo y, sobre todo, el gas natural rusos está detrás de esa contención, pues una cosa es castigar personalmente a Putin –de manera nominal, claro, pues sus activos están a salvo– y otra muy diferente asumir una monumental elevación de los costes energéticos que puede desbaratar durante muchos meses los sistemas productivos. Además, es difícil conformarse a una reducción permanente de las ventas a Rusia. Porque, al final, lo que está claro es que las sanciones, en un mundo globalizado como el actual, pueden ser armas de doble filo. Se habla mucho del botón nuclear en alusión a la exclusión de los bancos rusos del Swift –el sistema de comunicación de operaciones interbancarias–, pero apenas se recuerda que ya se aplicó esa sanción en 2014, dando lugar a la creación en Rusia de un procedimiento similar que le ha permitido sostener sus operaciones comerciales exteriores –lo mismo, por cierto, que pasa en China, donde cuentan con su propio sistema sin que tiemblen sus contactos con el resto del mundo–.
En resumen, con esto de las sanciones puede ser que los países europeos y atlánticos salven su honrilla, aunque también tengan mucho que perder. Rusia no se retirará de Ucrania sin haber impuesto sus condiciones políticas por la fuerza, salvo que sea vencida de la misma manera. Si para los europeos de lo que se trata es de hacer apostolado con la democracia, el diálogo y la paz, más vale que se preparen intelectual, anímica y militarmente para imponerse. "Si vis pacem, para bellum", dice la máxima atribuida a Julio César; dos milenios más tarde su vigencia no se ha desvanecido.