Los intercambios tanto de población como de culturas, y también la moda, amenazan con llenar nuestras mesas de alacranes, gusanos y hasta grillos, seguramente en salsa agridulce. ¿Son "ecológicos" los nuevos hábitos alimentarios que nos proponen desde Europa?
La mayor parte de los alimentos son buenos o malos en función de los referentes culturales de las poblaciones humanas. Cada "tabú" suele tener, aunque sea de manera remota, algún componente lógico desde el punto de vista natural. Europa se encuentra dispuesta a abrir el abanico de nuevos productos dedicados a nuestra mesa, así que ya podemos dejar a un lado muchos escrúpulos.
El índice de apetencia
Antes de entrar en el terreno de lo insólito o incluso de lo repugnante, propongo que nos detengamos en un principio ecológico tan sencillo como el "índice de apetencia", propuesto por el biólogo español José Antonio Valverde, uno de los "padres" del Parque Nacional de Doñana. Valverde define el índice de apetencia como La relación entre la energía producida por un alimento y la gastada para conseguirlo.
No imaginemos a un león alargando la zarpa para prender con la uña a un ratoncillo: le costaría muy poco energía conseguirlo, pero le proporcionaría tan poca que no merece la pena. Por esta regla, y en el extremo contrario, tampoco un predador se expondrá a morir o quedar agotado en caso de aspirar a piezas demasiado grandes o poderosas. Al final se guardará un equilibrio en función de la relación de Valverde.
Aumentar el denominador de la fracción para disminuir el índice de apetencia es la principal clave de las presas para evitar ser exterminadas por los predadores; las soluciones son muy variadas, por ejemplo la conquista de la velocidad para poder agotar al predador en la competición a la carrera; o la adquisición de armas y conductas agresivas, como en los herbívoros con cornamentas.
Una segunda forma de sobrevivir hace referencia al numerador de la fracción, es decir, a la energía que producirá la presunta presa: los roedores llegan a hacerse diminutos, de manera que la energía que producen será poco más que un aperitivo para un predador de talla importante, pero la evolución diseñará predadores más pequeños a su medida, de manera que al final terminará por reinar el equilibrio entre predadores y presas en función de este índice, tan sencillo como importante.
El predador humano
Desde el punto de vista natural ¿es lógico que el hombre consuma pequeños invertebrados como gusanos o artrópodos? No existe el menor inconveniente si puede capturar el número suficiente de estas presas, en muchas de las cuales se encuentran proteínas de alta calidad comparables a las de la carne de vaca. Todo es cultura: apetitoso o tabú en función de costumbres o mitos.
Las sociedades primitivas humanas se han comportado como cazadoras recolectoras desde los comienzos de lo que consideramos nuestra civilización. La recolección se refería sobre todo a productos vegetales, pero no parece lógico que existiera problema en hacer acopio de insectos y gusanos, que seguramente formaban desde lo más remoto de nuestra historia parte más o menos importante de nuestra dieta, como hoy los moluscos y crustáceos, exquisitos mariscos tan invertebrados como los arácnidos o los insectos.
Bueno para comer
Llega el momento de remitir a los lectores a una obra de referencia sobre la alimentación humana debida al antropólogo norteamericano Marvis Harris, titulada Bueno para comer. Se trata de un estudio científico de la alimentación en las distintas culturas con un análisis de los alimentos buenos y malos en cada civilización.
Desde el punto de vista científico, los humanos somos omnívoros. Nuestras manos parecen diseñadas para tomar fruta de los árboles o extraer cereales de sus espigas, pero desde que aprendimos a tallar lascas cortantes a partir de las piedras podemos desollar y trocear cualquier cadáver, incluso el de nuestros congéneres. Realmente todos los animales capaces de capturar y digerir alimentos animales y vegetales se han hecho omnívoros y no hay razón para que nuestra especie no haga lo propio.
Como nos recuerda Harris, el hombre puede comer hasta rocas, si bien pulverizadas. La apetitosa sal común no es más que eso, un mineral (halita) extraído de distintas rocas sedimentarias, así que demos la razón al antropólogo.
Las diferencias gastronómicas entre culturas tienen a veces razones fisiológicas o genéticas, como ocurre en el caso de la digestión de la leche. El completísimo caldo segregado por las glándulas mamarias de nuestras hembras es un alimento casi completo que sin embargo apenas forma parte de la ración de los adultos de las poblaciones humanas asiáticas: las razas orientales son deficitarias, en dicha edad adulta, de la enzima lactasa, necesaria para la degradación del componente lácteo azucarado; como es lógico, la cocina china reducirá a mínimos el consumo de un alimento que es muy mal digerido por una parte importante de la población.
Las razones económicas tienen también notable importancia, consideración que nos conducirá a la cuestión de la "vaca sagrada hindú", incomprendida por los occidentales pero repleta de misticismo. La vaca es la madre del poderoso buey, principal elemento de tracción del arado necesario para sembrar y cosechar alimentos de consumo masivo, como los cereales. Matar a tan eficaz colaborador es un acto de insolidaridad que conduciría a estas culturas superpobladas al hambre o a la miseria, al ser incapaces de competir desde el punto de vista económico con sus vecinos consumidores de petróleo.
Elefantes y pigmeos
En uno de sus viajes al continente africano, concretamente a las selvas del Ituri, en el antiguo Congo, habitadas por poblaciones residuales de pigmeos, Félix Rodríguez de la Fuente mostraba toda su capacidad de admiración y de comunicación al narrar la llamada "Danza del elefante", practicada por los cazadores de dicho pueblo después de abatir a lanza a uno de estos animales gigantescos. El pigmeo se desliza bajo el cuerpo del gran proboscídeo, previamente embadurnado con estiércol para no declarar su olor. Al situarse bajo su corazón eleva su lanza con todas sus fuerzas y trata de escapar, con gran riesgo de ser aplastado por los movimientos agónicos de su gigantesca presa.
Antes de repartirse en el poblado el producto de la caza, la carne necesaria para la supervivencia en un medio tan hostil como el corazón de la selva, los cazadores bailan una compleja danza que trata de imitar la agonía del elefante herido. Al terminar, con los danzantes agotados, se produce el perdón de la naturaleza por su acto y en ese mismo momento un nuevo elefante comienza a latir en el interior de su futura madre.
No vamos a entrar en la nobleza de estos valientes guerreros que se sienten culpables por el hecho de matar y que tratan de redimir su culpa; lo asombroso es que ellos, los que han corrido el riesgo, esta vez no comerán. Van a ayunar para la remisión de su "crimen" y simplemente verán cómo se alimentan de rica proteína los miembros débiles de su tribu, los niños, las mujeres y los ancianos; los guerreros ya comerán en otra ocasión, para eso son los más fuertes.
¿Prosperarán los nuevos alimentos?
Los "civilizados" no seremos tan generosos como los pigmeos a la hora de alimentarnos; será el marketing, la publicidad, los precios o la moda lo que determine cuántas toneladas de gusanos o de escorpiones van a abastecer nuestros mercados y nuestras mesas. Algún avispado "chef" debe estar frotándose las manos imaginando el "maridaje entre los pétalos de rosa y las patas de saltamontes". Detengamos aquí nuestra imaginación. Yo quisiera ser civilizado como los pigmeos.