El naturalista británico Charles Darwin nació el 12 de febrero de 1809 y murió el 19 de abril de 1882, alcanzó pues la longevidad de 76 años, notable para su época. Los principales hitos científicos de su existencia fueron el viaje a América del Sur en el bergantín Beagle, que partió de Inglaterra en 1834 y duró cinco años, viaje en el que intuyó genialmente su Teoría de la Evolución; la publicación de su obra El origen de las especies, en 1859 y su gran y polémico colofón: El origen del hombre, en 1871.
Naturalmente hubo también en su existencia fechas clave como el feliz matrimonio con su prima y el nacimiento de los hijos que nacieron del mismo, aunque no todos sobrevivieron a la lacra de la mortalidad infantil de la época.
Pero si quieren celebrar el Día de Darwin no lo hagan con una tarta sino con un buen ramillete de percebes, porque, aunque este aspecto de su biografía sea mucho menos conocido que sus ideas sobre la evolución, Darwin, una vez vuelto de su viaje de cinco años en el Beagle, dedicó buena parte de sus energías al estudio de los percebes y llegó a ser uno de los principales expertos en este grupo de crustáceos. Durante los años transcurridos entre el final del viaje del Beagle y su fallecimiento, el naturalista publicó los suficientes trabajos como para haber pasado a la historia de la ciencia sin necesidad de su genial teoría de la Evolución de las especies por la selección natural ni sin el aún más polémico libro El origen del hombre.
Para su padre, un verdadero prócer británico, el joven Darwin suponía un verdadero problema por sus mediocres resultados académicos y por su indefinición profesional. Verdadero horror supusieron para el muchacho sus clases de anatomía humana, cuando su progenitor se empeñó en que estudiara medicina. No todo el mundo tiene valor para asistir a operaciones quirúrgicas, especialmente cuando se hacían antes de lo que Darwin llamó "descubrimiento de la bendita anestesia". Después de que los intentos de su padre por hacerle clérigo fracasaran, también el joven Darwin empezó a dar señales de cuál era su vocación real: la de naturalista.
Y fue un tío suyo quien hizo los trámites para que dicho naturalista, que mostraba entusiasmo por el coleccionismo de diversos objetos naturales, como las conchas, y que se apasionaba por la geología, pudiera embarcarse en un bergantín que iba a zarpar de Plymouth el 12 de diciembre de 1881 con la intención de dar la vuelta al mundo, el Beagle, que al mando del capitán Filtzroy trataría de obtener muestras y datos de la naturaleza de regiones en su época apenas exploradas.
Excede de nuestra intención el relato detallado de los cinco años de aventuras naturalistas vividas por Darwin durante su viaje en el Beagle y de los datos que obtuvo y las muestras que recolectó en sus paradas y bajadas a tierra. Los paisajes volcánicos sudamericanos, los restos de cataclismos geológicos en los Andes, los restos de conchas y otros seres vivos procedentes del pasado que habían dejado registro en los estratos geológicos fueron modelando la mente y la imaginación de Darwin, preparándola para abrirse a la realidad de que la inmutabilidad de animales y las plantas, y la corta edad de nuestro planeta que venían postulando los científicos anteriores, debían ser objeto de una revisión profunda y revolucionaria.
La selva tropical de Brasil y la enorme variedad de seres que albergaba, que hoy llamamos "biodiversidad" impresionaron vivamente a Darwin; pero lo que su espíritu de hombre bueno no podría olvidar jamás fue la contemplación, en este país, del drama de la esclavitud que supuso para él un verdadero trauma.
La llegada del Beagle al archipiélago volcánico de las Islas Galápagos, cruzadas por el ecuador supuso para nuestro naturalista la confirmación de muchas sospechas que venía elucubrando. La diversidad de pájaros del grupo de los pinzones, cuyo género Geospyza contaba con una especie diferente para cada isla, y también la de las famosas tortugas gigantes, con las que ocurría lo propio, iluminaron la mente de Darwin. ¿Cómo era posible que con un clima idéntico y sólo cinco a seis millas marinas de distancia entre cada isla, sus especies fueran tan diferentes? ¿No sería que un solo pájaro llegado al archipiélago se había ido diferenciando en función de la presión de la selección sobre las modificaciones que se fueran produciendo?
Es simplificar demasiado afirmar que solo fueron los pájaros y las tortugas los ejemplos que condujeron a Darwin a su teoría sobre el Origen de las especies por la selección natural que publicó el año 1859 y posteriormente, en 1871 sobre el Origen del hombre. A su vuelta a Inglaterra cuando el Beagle tras sus cinco años de viaje atracó en 1836 en Falmouth, el naturalista, ya curtido en mil observaciones a cual más asombrosas tuvo tiempo para reflexionar, pues su vida se volvió mucho más tranquila y contemplativa.
Casado con su encantadora prima Emma con la que tuvo seis hijos a pesar de tener que soportar la muerte de alguno de ellos, Darwin mostró una salud débil y no tenía la menor prisa por publicar sus revolucionarias ideas sobre la evolución de los seres vivos. De hecho daba prioridad a la publicación de estudios geológicos o sobre las diferentes especies de percebes, animales marinos que despertaban vivamente su curiosidad.
Es posible que nunca hubiera llegado a publicar sus dos famosos libros citados de no haberle llegado una carta en la que otro naturalista, Alfred Russel Wallace, que trabajaba como recolector en las selvas de Borneo, había llegado a elaborar una teoría evolucionista muy similar a la suya. Cuando Darwin y Wallace se pusieron en contacto dieron ejemplo de caballerosidad al pretender cada uno reconocer prioridad al otro. Al final la ciencia reconoce a Darwin como pionero y reserva también un lugar honorífico para Wallace.
Las publicaciones que había realizado sobre la geología de América del Sur, sobre la vida de los percebes e incluso sobre los ciclos vitales de las lombrices de tierra y su trabajo en la formación del suelo, habían convertido a Darwin en una verdadera gloria de la ciencia británica cuando llegó a la ancianidad. Había tenido que sufrir muchos agravios y burlas como consecuencia de su teoría evolucionista, especialmente al incluir en la misma a nuestra propia especie, pero hasta las mayores autoridades de la Iglesia anglicana que se habían escandalizado al interpretar el evolucionismo como un ataque a la interpretación literal del Génesis tuvieron que reconocer que no había nada contra la religión en el pensamiento darwiniano.
Quien había sido uno de los más grandes científicos de la historia pretendía que al morir le enterraran en el jardincito de una pequeña iglesia, pero no lo consintió el Gobierno británico, que le concedió los honores de ser uno de los cinco próceres no pertenecientes a la familia real que se inhumaron en la Abadía de Westminster.
Mucho se ha escrito sobre Darwin y sus teorías, su influencia en la ciencia posterior y su Teoría de la formación de las especies por la selección natural; demasiado para estas líneas que solo pretenden recordar su memoria poniendo las clásicas velitas en la tarta de aniversario. Para los más interesados, me permito recomendar el precioso libro de mi admirado amigo Juan Luis Arsuaga titulado El reloj de Mister Darwin. Seguro que va a entusiasmarles.