El domingo se cumplieron 25 años de la caída del Muro de Berlín. Crecí con la Guerra Fría como telón de fondo. Leónidas Brézhnev era el líder soviético durante mi primera década de vida. Sus funerales, en 1982, tuvieron toda la severa pompa a la que él estaba acostumbrado. Yo estaba en sexto curso en el colegio cuando un piloto soviético derribó el vuelo 007 de Korean Air. Al mirar hacia atrás, uno se da cuenta de que puede que ése fuera el momento de mi vida en que Estados Unidos y la Unión Soviética estuvieron más cerca de la guerra nuclear. Y, como lector voraz, crecí leyendo thrillers sobre la Guerra Fría como Fail Safe, Siete días de mayo, On the Beach y, posteriormente, The Charm School. También recuerdo las discusiones en mi colegio acerca de si era o no adecuado que niños de mi edad vieran The Day After la primera vez que lo pusieron por televisión. Cuando se caminaba por la zona nordeste de Filadelfia, donde crecí, aún se veían estos carteles en muchos edificios; algo que con los años, por suerte, dejó de suceder.
En 1984, cuando celebré mi bar mitzvah, me hermanaron (como a muchos de mis coetáneos) con un chico judío soviético de mi edad, y me animaron a que le escribiera. Pronto recibí una nota en la que se me pedía que no le escribiera más, porque su familia temía por su seguridad. Profesores y chicos de mi generación, entretanto, iban regularmente a manifestarse contra el "belicismo" de Ronald Reagan y la carrera armamentística en Europa Occidental. Con todo esto como telón de fondo, eran muchos quienes menospreciaban la importancia de la libertad, incluso mientras ésta le era negada a tantos. La Unión Soviética sería un elemento permanente de nuestro mundo, y teníamos que hacernos a la idea y aceptar lo que había en realidad, no lo que nos gustaría que hubiera. Cuba podía ser una dictadura, pero ¿no podíamos aplaudir su sistema sanitario? Puede que Estados Unidos se equivocara en Nicaragua y la gente realmente quisiera estar en la órbita comunista.
Y entonces sucedió lo de Berlín. Era mi último año de instituto; qué momento más emocionante, apenas unos meses después de la sangrienta represión de la plaza de Tiananmen. Pese a lo que nos decían diplomáticos, profesores, catedráticos y corresponsales, puede que la gente sí que quisiera ser libre. Resulta difícil discutir con miles de personas que claman por escapar de la prisión en la que han sido recluidos por sus líderes. Mientras que muchos de los denominados norteamericanos sofisticados se habían reído de Ronald Reagan por sus comentarios sobre el "imperio del mal", quienes escapaban de la tutela soviética describían la claridad moral del presidente como un chute de adrenalina para quienes buscaban la libertad.
Qué desgracia es, entonces, que la historia deba repetirse; que, de algún modo, quienes ocupan el poder y quienes tienen encomendada la diplomacia estadounidense hayan vuelto a abrazar el relativismo y rechazado la claridad moral. No tenemos más que fijarnos en Irán. Mientras que muchos presidentes de Estados Unidos han tendido la mano al pueblo iraní, el presidente Obama ha sido el primero en sustituir un acercamiento directo a los iraníes por la legitimación de la República Islámica, el régimen que los oprime.
Puede que esto se deba, en parte, a ignorancia por parte de sus asesores. Si nos fijamos en las historias y explicaciones sobre la Revolución Islámica publicadas en inglés, muchas de ellas se encargaron con la propia Revolución de fondo, por unos editores que buscaban respuestas a por qué a tantos, en Occidente, ésta les había tomado por sorpresa. Los más populares de esos libros –y los que aún se usan en la universidad–, como Roots of Revolution ["Las raíces de la Revolución"] de Nikki Keddie, o Iran Between Two Revolutions ["Irán entre dos revoluciones"], de Ervand Abrahamian, consideraban la Revolución Islámica como culminación natural de la evolución política iraní. Puede que en la época no lo pareciera, pero semejante conclusión es absurda. La Revolución Islámica fue una anomalía hecha posible por una confluencia de acontecimientos: el cáncer del sah, la torpeza de Carter, el exilio de Jomeini de Irak, y pura suerte por parte del ayatolá. Considerar que la teocracia y el régimen que impuso este último son parte permanente del panorama político iraní es algo que les hace un flaquísimo favor a los iraníes.
El acercamiento iniciado por Obama llevó al presidente a menospreciar el levantamiento que hubo en Irán en 2009, y no a ofrecerle apoyo moral. Luego, para facilitar ese acercamiento, le ofreció a Teherán un levantamiento de las sanciones por valor de más de 7.000 millones de dólares, en un momento en el que, en parte gracias a dichas sanciones, la economía de la República Islámica se contraía rápidamente. Y eso sucedió antes incluso de que el precio del petróleo cayera vertiginosamente, muy por debajo del nivel calculado por los líderes iraníes para poder soportar el presupuesto.
Ronald Reagan acabó con la Unión Soviética forzándola a entrar en bancarrota. A Obama se le brindó la misma oportunidad con un Estado igual de hostil a Estados Unidos, y prefirió lanzarle un salvavidas. A un cuarto de siglo de la caída del Muro de Berlín, no deberíamos engañarnos pensando que, en cierto sentido, resulta una sofisticada maniobra diplomática mantener a nuestros adversarios o menospreciar las ansias de libertad de quienes padecen una dictadura. Es una lección que Obama y Kerry deberían considerar mientras actúan para cimentar su legado a costa de los iraníes de a pie.