Si tiene entre 20 y 40 años, de seguro para usted el superalcalde de Nueva York es Rudolph Giuliani, enemigo de las ventanas rotas, el mayor del 11-S. Pero si tiene entre 40 y 50 le asaltarán las dudas. Porque usted sabe que antes que Rudy fue Eddie (y antes que Eddie, Fiorello, pero esas son ya historias de muy otros tiempos).
Edward Irving Koch, Ed Koch, qué personaje. Cuando se instaló en la Gracie Mansion, el 1 de enero de 1978, Nueva York era una manzana podrida, marinada en la corrupción y el crimen, recuerda John Podhoretz. Los parques parecían pantanales; los vagones del metro, cuadernos de dibujo de saltimbanquis hordas pintamonas; y el Bronx, el Bronx que le vio nacer, el Bronx parecía territorio comanche. En el célebre apagón del verano del 77, sigue recordando Podhoretz, en sólo "seis o siete horas" los saqueadores causaron daños por valor de 1.000 millones de dólares en la ciudad arruinada, económica, social, moralmente comatosa.
Pues bien. Edward Koch llegó, se arremangó, sacó la tijera, el látigo y el altavoz y obró el milagro. "Cueste lo que cueste, no me importa los cascotes que me arrojen, llevaré Nueva York de vuelta a su magnífico pasado". Más bien le llovieron los elogios, por sacar a la Ciudad de la insolvencia y meterla en el esplendor de mediados-finales de los 80, refiere Wikipedia –y Steve Forbes, que ya les veo arquear las cejas–. Por devolverle la confianza y el arrojo y hacer que los neoyorquinos se sintieran mejor en ella y con ella, en un tiempo en que NYC era la Lepe de los Estados Unidos, siempre que los chistes fueran sobre violencia extrema, suciedad o decadencia.
De ahí que lo votaran tanto: un 75% en las elecciones de 1981, en las que este adalid de la Ley y el Orden se enfrentó, vaya tela, a un señor apellidado Bárbaro del Partido de la Unidad (pero los que se unieron fueron los partidos republicano y demócrata en defensa del alcalde extraordinario); y un 78% en las de 1985. No se presentó más porque, tras un mandato agitadísimo y con múltiples frentes abiertos, en 1989 perdió las primarias demócratas frente a David Dinkins, que acabaría siendo el primer alcalde negro de NY –un alcalde pésimo del que la Ciudad se recuperó eligiendo a otro supermayor–. Y entonces el judío Koch dio de nuevo lustre a su chutzpah sentenciando:
El pueblo ha hablado... y debe ser castigado.
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Koch era un político de los que ya no quedan. Sé que es frase de topitoxicómanos, pero ustedes me dirán: para superar una crisis tremebunda bajó impuestos y recortó el gasto; criticaba a sus compañeros y elogiaba a sus rivales cuando lo consideraba, más que oportuno, necesario (apoyó a Giuliani frente a Dinkins en 1989, a Bloomberg frente a Green en 2001 y a Bush contra Kerry en 2004, por citar tres casos sonados); viajaba en metro, asaltaba a la gente en las esquinas para preguntarle qué tal lo estaba haciendo y se metía de hoz y coz en la crucial microgestión de la vida cotidiana (incluso para prohibir a los raperos impresentables dar la barrila en los transportes públicos con aquellas tremebundas radios ochenteras: tome nota Ana Botella). Leía, escribía. Y se exponía por no ponerle frenos a su lengua resuelta: así, a los judíos demócratas –valga la redundancia– les decía que había que estar loco para votar a su correligionario y reverenciado reverendo Jackson, al que acusaba de antisemita; defendía la pena de muerte sin dejar de proclamarse progresista ("Yo creo que es progresista [liberal, en el original], si crees que proteger a la sociedad es progresista") y se reía asqueado de la prensa hurgabraguetas, empeñada en averiguar si le tiraban las tirias o los troyanos (no sólo la prensa bazofiesca, también esos colegotas de partido que, en las primarias de 1977, pidieron el voto para su contrincante al grito de "Vote for Cuomo, not the Homo!"):
Encuentro fascinante que, con los 73 años que tengo [corría 1998], la gente ande interesada por mi vida sexual. ¡Es muy halagador! Pero, como digo en mi libro [¿cuál de ellos?], mi respuesta a las preguntas de este tipo es: váyanse a la mierda.
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Edward Irving Koch era un judío norteamericano orgulloso de serlo. Judío y americano. Y un sionista inquebrantable que con socarrona displicencia despachaba a las cotorras que rajan y no paran –tantas veces empachadas de antisemitismo y antisionismo– sobre dobles lealtades potencialmente traicioneras: "Si Israel invade los Estados Unidos, me pondré de parte de los Estados Unidos". Por su compromiso con Israel, fue muy crítico con Obama, al que de todas formas volvió a apoyar en 2012... para de nuevo sentirse defraudado: "Francamente, pensaba que llegaría el momento en que renegaría de lo que dijo sobre su apoyo a Israel, pero lo ha hecho un poquito antes de lo que imaginaba", declaró hace bien poco, a cuenta del deseo de Obama de contar como secretario de Defensa con el controvertido Chuck Hagel, "uno de los mayores críticos de Israel que jamás haya habido en el Senado", al decir de Morton Klein, líder de la Organización Sionista de América. "Sería un gran error", clamó Koch, al que inmediata y oportunamente puso en evidencia Alana Goodman en Commentary.
Koch sabía, pero aun así creía que debía. Seguir donde estaba. Para evitar lo que tanto temía:
Si la convención de 2012 fue un indicio de algo, el orgulloso ala proisraelí del Partido Demócrata quedará, en un muy corto plazo de tiempo, fuera de juego. [Haim] Saban y demás judíos demócratas prominentes serán reemplazados por voces procedentes de la izquierda que dejarán clara su hostilidad a Israel. Así las cosas, la vieja guardia parece creer que, aunque Obama no sea bueno para Israel, apoyarlo sí lo es tanto para el partido como para el Estado judío.
Hay un lugar para los votantes que consideran fundamental un rotundo apoyo a Israel: el Partido Republicano. Pero la seguridad de Israel depende desde hace mucho del apoyo de los dos partidos. Sin él, el Estado judío se convertirá enseguida en una cuestión partidista, e irremediablemente Israel pagará por ello. En un momento en que Israel necesita un apoyo contundente de Estados Unidos, Koch, [Alan] Dershowitz y Saban andan tratando de posponer el advenimiento de la hora de la verdad.
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Hace un par de años, cuando el escritor Andre Marantz le preguntó por su relación con el judaísmo, Koch se definió como "un judío laico" que creía en Dios, en el más allá, en el castigo y la recompensa. "Y yo espero ser recompensado", añadió muy pillo. Dijo también que quería ser enterrado en Manhattan, "cerca de una estación de metro, para que se pueda llegar fácil", y que ya tenía pensado su epitafio: contendría el Shemá Israel en inglés y en hebreo y estas palabras del periodista Daniel Pearl, que habría pronunciado justo antes de que lo decapitara Al Qaeda en Afganistán el viernes 1 de febrero de 2002:
Mi padre es judío, mi madre es judía, yo soy judío.
Edward Irving Koch, Ed Koch, el supermayor, acaba de morir en un hospital de Nueva York. El pasado viernes. Uno de febrero.
Ésta es su lápida. Se encuentra en el cementerio aconfesional de la Iglesia de la Trinidad (el único de la isla que admite nuevos enterramientos), en el 770 de Riverside Drive. A tiro de piedra de un par de estaciones de metro.