Quienes escribimos el Libertad Digital estamos acostumbrados a ser tachados de histéricos y agoreros. Nos lo decían cuando advertíamos del peligro nacionalista en Cataluña o del acercamiento de los socialistas al nacionalismo abertzale en el País Vasco. Nos lo dijeron cuando alertamos sobre el deterioro democrático que podía suponer un Gobierno con Podemos y cada vez que denunciamos el atropello a la igualdad, la convivencia y las libertades de leyes como la de la memoria histórica o la de violencia de género.
Aunque no se nos suela reconocer que el peligro era tan grave como aquí dijimos, no solemos equivocarnos, y buena parte de nuestras advertencias se van demostrando ciertas, para desgracia de España.
Quiero hablar hoy de una de las preocupaciones que han centrado el trabajo de esta casa desde la irrupción en el panorama político español de Podemos: la presencia de una fuerza que tiene a la Venezuela chavista como modelo entre los factores de influencia y decisión en España y la consiguiente podemización de un centro-izquierda cada vez más líquido y carente de escrúpulos democráticos y principios sólidos.
Muchos se han reído de cualquier comparación con la maltrecha nación suramericana basándose en la certeza de que lo que ha ocurrido allí no puede ocurrir aquí, que tenemos una democracia aparentemente más sólida y la garantía de la Unión Europea. Si bien a un nivel distinto y con consecuencias menos graves, los patrones venezolanos han empezado a reproducirse en España con una frecuencia desconocida desde que el Parlamento diera poderes especiales al Gobierno para responder a la pandemia.
Recuerden la implicación de las fuerzas de seguridad en la lucha contra la crítica y la sátira al Gobierno en las redes y la descalificación de quienes la formulaban como ultraderechistas anticientíficos que ponían en peligro la salud pública. Piensen en los poderes especiales a los que el Gobierno se resiste a renunciar y miren los llamados ‘decretos de emergencia económica', utilizados sistemáticamente por Maduro para burlar el control del Parlamento.
Acuérdense del uso descarado del CIS y díganme si no hay ecos venezolanos en la renta mínima permanente, un paso decisivo hacia la creación de un Estado asistencialista que podría decantar las elecciones a la izquierda por lustros si el Gobierno es capaz de venderlo como un regalo del PSOE y Podemos, como seguro se volcarán en hacer las instituciones que controlan.
Presten atención también a la sospecha permanente con que desde el Gobierno se trata al empresario, a la tentación de prohibir el despido, como ya ocurre en Venezuela con la ley de inamovilidad laboral, y a los ensayos de los mismos controles de precio y confiscaciones de material a especuladores que Venezuela sufre desde hace años y que hemos visto en las últimas semanas en España.
Y por supuesto no se olviden del trato del Gobierno de Sánchez a Madrid y recuerden cómo primero Chávez y después Maduro castigaron a las Administraciones gobernadas por la oposición, primero negándoles fondos y creando más tarde la figura del protector, una especie de gestor paralelo impuesto por el chavismo allí donde perdía elecciones con la excusa de proteger al pueblo de los políticos de oposición a los que ese mismo pueblo había votado.
He dejado el aspecto, digamos, territorial para el final porque me interesa especialmente. Desde muy al inicio de la revolución chavista, el Gobierno venezolano que entonces se transformaba en régimen renunció al favor de las zonas de clase media más educadas y prósperas y por tanto menos fáciles de controlar para centrarse en los barrios populares y deprimidos haciéndose indispensable con sus subvenciones y medidas sociales.
Además de abandonar y sabotear a las zonas ricas, como hace Sánchez con Madrid al retrasar arbitrariamente su paso a la siguiente fase, el chavismo ha convertido esa hostilidad hacia la gente bien en un reclamo para ganar apoyo entre los pobres.
Todo esto se ve muy bien en la gestión que el chavismo ha hecho de las protestas. La revolución venezolana ha permitido y permite las caceroladas y manifestaciones en las zonas acomodadas, y descalifica a quienes participan en ellas como pijos (sifrinos, dicen en Venezuela, y Chávez inventó para sus críticos de clase media y alta la palabra escuálidos). ¿Cómo no pensar en la narrativa del frívolo cayetano y su palo de golf?
La cosa cambia (volvemos a Venezuela) cuando estas manifestaciones contra el régimen se extienden a los barrios pobres que el chavismo considera sus feudos. Allí todo vale para reprimir los brotes opositores, porque la revolución sabe que de ello depende su supervivencia.
He decidido escribir sobre esto al ver las imágenes de la cacerolada de Alcorcón el lunes. Un grupo de jóvenes revoltosos con simbología de extrema izquierda que cantaba lemas del bando republicano en la Guerra Civil intentó reventar la manifestación de la gente del barrio que protestaba. La Policía intervino y los mantuvo alejados de quienes habían salido a tocar las cacerolas contra el Gobierno. Pero la acción de la extrema izquierda ya había tenido su efecto, y en Alcorcón habrá quien en las tardes que vienen se lo piense dos veces por miedo a los radicales antes de salir a protestar.
Una forma de reprimir los conatos de protesta en las zonas pobres de Venezuela ha sido el uso de los llamados colectivos o paramilitares urbanos creados por el chavismo. Su reino de terror a veces armado ha provocado numerosos muertos y es el motivo por el que muchos venezolanos pobres hartos del régimen evitan salir a manifestar su descontento en las calles.
No estoy diciendo que vayamos a llegar en España al nivel de violencia que los colectivos han impuesto en ciudades como Caracas (aunque aquí ya los vivimos en el País Vasco y más tímidamente lo experimentamos a menudo en Cataluña), ni que la mano del Gobierno estuviera detrás de los antisistema de Alcorcón.
Pero la cercanía de parte del Gobierno con la izquierda revolucionaria que actúa en las calles me hace temer que se imponga también en esto un patrón venezolano, según el cual el Gobierno manipule para ganar votos entre gente más pobre las protestas en los barrios ricos y permita o anime las contramanifestaciones de radicales en áreas más pobres para mantener allí las protestas a raya.
Espero no tener razón.