Ojalá Manuel Valls gane el año que viene la Alcaldía de Barcelona. Una victoria nacionalista entregaría Barcelona al procés, cuatro años más de Colau consolidarán la ciudad como una batucada permanente y no parece haber en el constitucionalismo ningún candidato dispuesto comparable al francés en renombre y energía. Y sin embargo hay algo en Valls que provoca escepticismo, desconfianza. Lo escribía el otro día Marcela Hinojosa en Twitter (@maralhino):
Os veo muy encantados con Valls. Yo soy bastante escéptica. El caso es que no sé muy bien el porqué.
— marcela hinojosa (@maralhino) September 26, 2018
Como me pasa un poco como a Marcela, he intentado encontrar las razones.
Lo primero que se me ocurrió se lo escribí a ella en respuesta al tuit:
Yo lo veo como el judío americano que va a pasar su año post high school al Israel que idealiza. Y parts del sionismo màgico de Valls es el catalanismo mítico del noucentisme i esas cosas
— Marcel Gascón (@MarcelGascon) September 26, 2018
Aunque ese sea su discurso, Valls no vuelve a Barcelona con una motivación cívica. O no solo. Hay detrás de su aterrizaje una pulsión sentimental que no esconde y parece que haya tomado protagonismo en la conformación de su equipo.
Más que empresas concretas como la mejora de la ciudad (que dicen que lo necesita) o el restablecimiento de la ley en esa parte de España, el motor de la aventura de Valls parece ser la estética, acabar con letras de oro su novela personal y familiar y añadir a su biografía un capítulo postrero que cierre el círculo y le convierta en el patriarca catalán que no pudo ser su padre. No puede interpretarse de otra manera la importancia que ha dado en muchas de sus entrevistas y discursos a las filiaciones catalanistas de sus abuelos, y a que su padre tuviera relación con la flor y nata de la buena sociedad catalana.
Quizá sea el difícil encaje del partido de Rivera con este catalanismo mitificado y muy minoritario en la Cataluña real lo que ha llevado a Valls a apartarse de quien le invitó a la política catalana, un partido demasiado prosaico para colmar su fascinación por esa legendaria sociedad civil ensimismada que acabó capitulando ante el nacionalismo y es ampliamente responsable del complejo de superioridad catalán sobre España.
Uno de los primeros argumentos que Valls ha puesto sobre la mesa para venderse es su condición de heredero orgulloso –y mejorado por la France– de esa gente bien con la que presume haber crecido. Hay algo desagradable en ese narcisismo literario tan francés (y tan de Barcelona) que ensombrece el discurso limpio de leyes y racionalismo que coloca al socialista francés por encima de los demás posibles candidatos. Pero lo peor de esa apelación a la solera familiar y política a la hora de venderse a él y seleccionar colaboradores.
Valls tira de pedigrí cuando lo que más necesitan Barcelona y Cataluña es descaro irreverente y desclasado que desafíe la beatitud con los apellidos, los símbolos y el pasado con que tanto nos han dado la tabarra los nacionalistas (y los socialistas burgueses de los que se quiere continuador el exministro de Holland, más modernos y cosmopolitas pero igual de fatuos y afectados que los padres de Tractoria). Porque, como también dijo Hinojosa en Twitter, ya "no estamos para romanticismos" en la piscina de almíbar simbolista que es desde hace mucho Cataluña.