Por primera vez desde que tengo memoria, miles de cubanos han salido a las calles de La Habana y otras ciudades a protestar contra la dictadura. Se quejan, dice la prensa, de la escasez de medicamentos y el ruinoso estado de los hospitales. Pero también podría ser que estén protestando porque no tienen agua, comida, acceso al dólar y a internet o a un pasaporte con el que poder viajar y aprovecharse, ellos también, de los lujos que ha universalizado el capitalismo en los países libres.
El lugarteniente de los Castro que rige la isla ha salido a pedirle "al pueblo" que se eche a la calle para defender la Revolución. A la Revolución, claro, no le puede quedar pueblo que lo defienda. El pueblo en nombre del que habla la Revolución ha sido fusilado o se ha ahogado en el mar intentando llegar a Miami. O pena entre las fachadas desconchadas de Cienfuegos o La Habana buscando completar la ración que hace ya más de seis décadas se comprometió a proporcionarle el Estado.
El comunismo es sinónimo de mentira hasta el momento mismo en el que cae. A la Revolución no la está defendiendo el pueblo, sino el aparato represivo del régimen. Si logra imponerse una vez más, a los cubanos les esperan más años de miseria y, lo que es peor, de dependencia absoluta de una dictadura implacable que ha erradicado por completo la propiedad privada y toda forma de vida asociativa que no pase por el Estado.
Yo, que viví en 2017 las protestas multitudinarias contra el régimen protocastrista de Venezuela, sigo con mucha cautela las noticias de la rebelión en Cuba. Muchas veces en aquella Caracas mutilada me esperancé con la perspectiva de que la fe y el coraje de millones liberara a los venezolanos de la maldición que muchos de ellos votaron. Y cada vez el régimen sofocó a tiros las protestas para seguir mandando.
Pero Cuba es distinta a Venezuela, donde el régimen aún disfraza su naturaleza dictatorial y las protestas se toleran hasta que amenazan de verdad al régimen. Que riadas de cubanos estén saliendo a la calle es, en sí mismo, un desafío sin precedentes al castrismo, una dictadura clásica más comparable a los sistemas comunistas del Este que a la que La Habana ayudó a montar en Caracas.
Como ha escrito Hermann Tertsch, la alerta antifascista que ha declarado Díaz-Canel se parece mucho a las que el propio Tertsch escuchó en boca de los dictadores comunistas europeos meses antes de que les derrocara el pueblo en 1989.
En la forma en que ha logrado reprimir toda forma de protesta organizada, en su empecinamiento en seguir en el poder y en el aislamiento y la miseria material a que el castrismo ha condenado a su pueblo, Cuba se parece a la Rumanía de Nicolae Ceausescu. En una reciente entrevista con ABC, el general disidente cubano Ruiz Matoses reveló que la cúpula castrista vive obsesionada con la posibilidad de un final à la Ceausescu.
En la víspera de la Navidad de 1989, miles de rumanos salieron a la calle en la antigua ciudad austrohúngara de Timisoara a decir basta. El régimen respondió con detenciones masivas, torturas y asesinatos a tiros de manifestantes. Como hace ahora Díaz-Canel, Ceausescu convocó a los partidarios que creía tener aún a marchar contra los agentes del imperialismo que le repudiaban también en Bucarest. Pero las cosas no tenían marcha atrás. A las calles de Bucarest salieron trabajadores, sí, pero no los esclavos del miedo que esperaba Ceausescu. Columnas de obreros de las fábricas de las afueras desfilaron con menos orden de lo habitual hacia el centro. No a jalear al dictador frente a la turba traidora y reaccionaria, sino a enfrentarse a las balas del Ejército y la Securitate y conquistar a cualquier precio su libertad y su futuro.
A las pocas horas del inicio de lo que había de ser una sucesión más de eslóganes vacíos y mentiras, Ceausescu huía del Comité Central en helicóptero. El Ejército, que se había pasado al lado del pueblo, le ejecutaría poco después junto a su esposa en una base militar de la ciudad de Targoviste.
Treinta años después de deshacerse del tirano, Rumanía es parte de la Unión Europea y de la OTAN. Es una democracia y no ha dejado de mejorar desde entonces en todos los indicadores de desarrollo. Cuba puede estar cerca de lo mismo. Que lo consiga dependerá de la suerte, de la fe y del heroísmo de los propios cubanos. Pero también de que la comunidad internacional no lance al régimen un salvavidas en forma de operación humanitaria. No haría más que poner un parche a lo que hace mucho que está roto, y daría a la dictadura una oportunidad de recomponerse.
Para vergüenza de los españoles, una de las pocas cosas seguras es que nuestro Gobierno no se pondrá del lado del pueblo cubano.