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Luis Herrero

¿Y ahora, qué?

El hecho de que el Gobierno no haya desvelado cómo va a reconocer a Guaidó, demuestra la incomodidad de Sánchez con la nueva situación.

El hecho de que el Gobierno no haya desvelado cómo va a reconocer a Guaidó, demuestra la incomodidad de Sánchez con la nueva situación.
Pedro Sánchez en el Parlamento europeo. | EFE

Los últimos segundos del ultimátum a Maduro declinaron a mediodía de este domingo. El Gobierno de España ya está donde no quería: enfrente del tirano, en el otro rincón del cuadrilátero, obligado a castigarle el hígado hasta dejarle K.O. Ha sonado el gong y ya no se puede detener la pelea. Aun no se sabe si Sánchez anunciará formalmente el inicio del combate, si en caso de hacerlo comparecerá solo o en compañía de otros, si lo hará en Madrid o en Bruselas o si preferirá hacerse el sueco y dejar que el automatismo de la cuenta atrás decrete el arranque del primer asalto.

El hecho de que los detalles de la ceremonia litúrgica, en el caso de que la haya, sigan siendo un misterio demuestra la incomodidad del Gobierno con la nueva situación. Si estuviera en su mano, probablemente pararía el reloj y dejaría que los plazos se eternizaran para que grupos de contacto y comisionados especiales pudieran seguir mareando la perdiz en pos de un acuerdo imposible. No es una actitud exclusiva de la izquierda española. Durante la votación del reconocimiento a Guaidó, celebrada el jueves en la Eurocámara, medio centenar de socialistas europeos se negaron a arrinconar a Maduro y rompieron la disciplina de grupo. Les pudo la nostalgia de la utopía comunista. A Manuela Carmena, en el Ayuntamiento de Madrid, le pasó exactamente lo mismo.

¿Pero qué sucederá a partir de ahora? En vista del poco entusiasmo con que llega el presidente del Gobierno al cuadrilátero de la pelea política no albergo muchas esperanzas de verle empleándose a fondo para noquear al sátrapa. A lo peor todo sigue igual. Hasta el momento habían sucedido algunas cosas que convertían la diplomacia europea en el remedo de una ópera bufa. Era posible declarar con solemnidad unánime que Maduro era un presidente ilegítimo y, al mismo tiempo, encargarle la convocatoria de unas lecciones presidenciales. ¿Pero con qué legitimidad podía hacerlo si se la habían negado? ¿No habíamos convenido que era un okupa en el Palacio de Miraflores a quien había que desahuciar para que la democracia se abriera camino?

La nueva situación da un paso más y tras la declaración de ilegitimidad de Maduro —que como bien se ve no significaba nada desde el punto de vista práctico— llega el reconocimiento explícito de la legitimidad de Guaidó. ¿Cambia en algo la situación? Lo que dicta la lógica es pensar que se han acabado las zonas de penumbra diplomática. Ya no ha lugar a ningún atisbo de bicefalia. El único interlocutor válido de la Unión Europea debería ser desde este instante el presidente de la Asamblea Nacional venezolana. ¿Pero es eso cierto? ¿Trataremos a Maduro a partir de ahora como a un intruso incapacitado para tomar las decisiones que están reservadas al auténtico presidente de Venezuela? ¿Desobedeceremos la orden de expulsión de nuestra representación diplomática en Caracas cuando se produzca? ¿Congelaremos sus cuentas? ¿Ignoraremos sus ocurrencias?

Conviene recordar, por si Sánchez no lo tiene del todo claro, que España, desde este preciso momento, ya no tiene margen de maniobra para la acción unilateral. Lo que se ha impuesto, al ritmo y en las condiciones marcadas por Borrell, ha sido una posición común de los 27 supervivientes de la Unión Europea. En teoría, Sánchez ya no puede seguir diseñando la política exterior como un traje a su medida. Lleva semanas haciendo el canelo con el estúpido discurso de que PP y Ciudadanos han roto el consenso en una cuestión de Estado con la mezquina intención de perjudicarle. Llama la atención que le irrite la supuesta deslealtad de esa zona ideológica de la oposición y, sin embargo, que no proteste por la falta de apoyo de Podemos. Si a la derecha le parece mal su falta de arrojo, a la izquierda le parece peor su audacia excesiva.

La política de Estado, por definición, no es política de Gobierno. Dos de los tres expresidentes que se han pronunciado sobre el asunto —Rajoy, para variar, no ha abierto la boca— lo han hecho para decirle a Sánchez, desde posiciones ideológicas distintas, que se equivocaba dilatando el reconocimiento de Guaidó. La mayoría aritmética de la Oposición le ha dicho exactamente lo mismo. ¿Quién es, entonces, el desleal con la política de Estado? ¿Cuántas reuniones ha tenido con Casado o Rivera para tratar de consensuar una postura mancomunada? ¿Acaso la política de Estado es un trágala que fija por real decreto un presidente del Gobierno sin mayoría parlamentaria —en esta materia no la tiene porque Podemos tampoco le apoya— alejándose de la que habían marcado sus legítimos antecesores?

Entiendo bien que a Sánchez le cueste combatir a Maduro. Es lo que tiene el corporativismo.

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