El poder ha cambiado de pareja de baile. Es un espectáculo fascinante que se repite con liturgia democrática cada cuatro años y que a veces afecta a unos pocos alcaldes y otras, como vimos el sábado pasado, a la inmensa mayoría. Las caras de los que se van son siempre igual de taciturnas. Los rostros advenedizos refulgen como soles de mayo. La izquierda ha puesto en retirada a la derecha. Doblan las campanas de un tiempo nuevo. Los más viejos del lugar entornan los ojos con gesto retrospectivo y evocan el festejo del 79, cuando socialistas y comunistas tomaron las principales plazas del país.
Los conservadores, en muchos casos parientes del franquismo, caminaban entonces hacia un exilio de varios lustros desconcertados por la dolorosa experiencia de haber perdido algo que consideraban patrimonialmente suyo. Los progres, con barbas pobladas y pantalones de pana, alzaban como trofeos las varas de mando recién conquistadas en medio de un rugido atronador de ilusión ciudadana. El tumulto, jubilar para la izquierda y apocalíptico para la derecha, sonaba como el himno de la marcha multitudinaria hacia el futuro de una España nueva, y probablemente mejor, que se tradujo al poco tiempo en la aplastante victoria felipista de 1982.
Pero yo refuto la comparación. Ni los rostros de estos días reflejan aquellas emociones de hace 35 años, ni la izquierda triunfante está en condiciones de repetir el desembarco masivo del 82, ni el júbilo de la calle destila los mismos timbres de entonces. Lo único que es más o menos parecido, igual de hosco y cejijunto, es el semblante de la derecha derrotada. También hoy se sienten despojados de algo a lo que creían tener derecho vitalicio. También piensan que los electores se han equivocado al despreciar su valía y apostar por la pandilla del caos que se ha hecho fuerte frente a un enemigo común.
La derecha, sí, se derrumba como lo hizo en aquella ocasión víctima de la misma altivez, el mismo complejo de superioridad, la misma antipatía y el mismo empeño en ponerle trabas a una nueva manera de interpretar la acción política. Pero la izquierda que empuja por detrás no es en absoluto la misma. Socialistas y comunistas, para empezar, compartían en aquella época un proyecto complementario. Venían de trabajar juntos en el diseño de la Constitución del 78. Aspiraban a consolidar un proyecto democrático. El PSOE recibía votos a espuertas y estaba en vísperas de cosechar la mayoría absoluta más rotunda, en términos porcentuales, jamás vista en la historia política española. Felipe González era un líder a quien nadie tosía, fuerte como un bisonte.
Hoy, socialistas y comunistas apenas se dirigen la palabra, miran con recelo la Constitución del 78, dan por periclitado el proyecto democrático que ayudaron a construir y obtienen las peores cosechas electorales de su historia. El PSOE sigue perforando su propio suelo y el PC, revenido hace años en Izquierda Unida, yace de cuerpo presente en la sala de autopsias de la morgue. Pedro Sánchez es un líder amenazado, débil como un gorrión. Si la aritmética electoral hubiera sido distinta, sólo un poco distinta –apenas un punto menor la caída del PP y un punto mayor la subida de Ciudadanos–, los socialistas estarían a estas horas camino del camposanto y el cadáver de Sánchez yacería igual de rígido junto al de Cayo Lara.
Pero la política es así. El PSOE, a la grupa de Podemos, cabalga sobre un proyecto que no es el suyo en dirección a un destino incierto donde lo normal es que acabe devorado por su propia cabalgadura. En el 82 era el garante de un cambio hacia la homologación con Europa, el desmantelamiento de los reductos franquistas y la moderación de las disidencias ideológicas. Hoy es todo lo contrario. No algo distinto, antagónico: cómplice del populismo antieuropeo, compañero de viaje del chavismo liberticida y altavoz de la radicalidad política. ¿Alguien me puede decir en qué se parece este cambio de guardia en los ayuntamientos españoles al que se produjo en 1979? ¿Dónde está la ilusión de la gente? En la España de hoy hay más miedo que esperanza, más orfandad que sentimiento de protección y más dudas que respuestas cuando se otea el futuro. Entonces sabíamos adónde íbamos y confiábamos en quién nos gobernaba. Hoy no se dan ninguna de esas dos circunstancias, así que los nostálgicos de aquel subidón de la izquierda que barrió del mapa a la derecha harían bien, a mi juicio, en no establecer comparaciones odiosas. Al hacerlo desvirtúan la grandeza de su pasado. Aquello fue una gesta; esto, una mamarrachada forzada por la casualidad, el oportunismo y la crisis interna de su proyecto. El poder ha cambiado de pareja de baile, sí. ¿Y ahora, qué?