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Luis Herrero

Un relámpago en la noche

El "pacto a la valenciana" es un guiso demasiado indigesto para cualquier estómago socialista. Por eso creo que está condenado al fracaso.

El "pacto a la valenciana" es un guiso demasiado indigesto para cualquier estómago socialista. Por eso creo que está condenado al fracaso.
Pablo Igleisas y Pedro Sánchez durante el debate de investidura el pasado viernes | EFE

Manuel Pizarro utiliza con frecuencia la metáfora del relámpago que ilumina fugazmente la oscuridad de la noche y sorprende a las personas que, creyéndose amparadas por el manto de la nocturnidad, actúan sin miedo a ser descubiertas. De repente, un inesperado fogonazo luminoso muestra sus actividades -que creían invisibles- y por un instante se manifiestan sin imposturas a los ojos del mundo. El debate de investidura ha proyectado sobre los políticos ese efecto revelador.

El relámpago que estos días ha saturado de luz la bóveda del Congreso nos ha mostrado, por ejemplo, a Pedro Sánchez llevándose las manos a la cabeza, en un gesto de desesperación, al darse cuenta de que no puede devolver al PSOE al planeta de sus recuerdos felices, como si fuera Charlton Heston cuando descubre la estatua de la libertad semi enterrada en la playa colonizada por los simios. No deja de ser paradójico, pero Sánchez, después de haber sido el gran coleccionista de casi todas las calabazas de estos días, el apestado a quien nadie ha querido apoyar en el primer envite de la investidura, pasa a convertirse a partir de ahora en el oscuro objeto del deseo de quienes le han repudiado. Su teléfono no parará de sonar en las próximas horas.

La primera llamada que recibirá, seguramente, será la de Alberto Garzón, la madame de la que se vale Pablo Iglesias para arreglar sus encuentros amorosos con el PSOE. Podemos pretende fecundar en la chaiselongue de la izquierda el llamado pacto del beso, la versión nacional, más subida de tono, del que en Valencia bautizaron, dándole a lo verde una acepción distinta, como el pacto del Botánico.

El problema es que la orgía cuadrangular que propone el repartidor de ósculos entre PSOE, Podemos, Izquierda Unida y Compromís no servirá para que sus líderes pelen la pava, sino más bien para que acaben convocando, en una especie de güija de andar por casa, a los viejos fantasmas que tanto daño le hicieron a los socialistas en el pasado. Ellos saben muy bien que el coqueteo de ZP con los independentistas, durante la negociación del segundo estatuto de Cataluña y la legalización de Batasuna, les supusieron decir adiós al sueño de la mayoría absoluta en las elecciones de 2008. Y, desde entonces, impulsaron su progresiva entrada en barrena.

Ahora, lo que los zalameros progres le piden a Sánchez no sólo es que vuelva a aquellas andadas, sino que las supere. Ya no se trata de negociar un nuevo estatuto catalán o una triquiñuela legal para permitir que los etarras entren en las instituciones democráticas, sino de hacer posible un referéndum de autodeterminación y homenajear a los batasunos como si fueran presos políticos y héroes de la paz liberados al fin de un castigo injusto. Lo primero lo dejó meridianamente claro Francesc Homs en la sesión del pasado viernes: sin referéndum no habrá Gobierno de progreso. Lo segundo lo establecieron Iglesias y Garzón al saludar como un triunfo de la democracia la excarcelación de Otegui.

Ese "pacto a la valenciana", se mire por donde se mire, es un guiso demasiado indigesto para cualquier estómago socialista con aprecio por las dietas equilibradas. Por eso creo que está condenado al fracaso. Ni Sánchez puede permitirse el lujo de dar marcha atrás, aunque sólo sea por dignidad torera, ni sus barones se lo permitirían. Tampoco ayuda el hecho de que, para hacerlo posible, tendría que repudiar impúdicamente el acuerdo que ha suscrito con el único buen samaritano que acudió en su socorro cuando quedó malherido y abandonado en la cuneta del desastre electoral del 20 de diciembre.

Otra de las imágenes que ha iluminado el relámpago en la noche ha sido la de los diputados de la bancada popular gritando desesperadamente que no están muertos, como hacen los hijos de Nicole Kidman durante la sesión de espiritismo en que la médium, con los ojos en blanco, descubre el verdadero secreto de Los otros. Los populares esgrimen el liderazgo de Rajoy como prueba de vida mientras Rivera les grita, desde el otro lado, que están abrazados a un muerto. Esa será, seguramente, la segunda llamada que reciba Sánchez: la de un cadáver que implora un sortilegio, a modo de gran coalición encabezada por él, que le devuelva a la vida.

Pero es impensable que Sánchez atienda su demanda. Una cosa es darle la espalda a la izquierda de sus viejos fantasmas y otra cosa distinta es dejar que Rajoy siga en La Moncloa. Lo primero cabrea a unos cuantos de los suyos. Lo segundo, a todos. Rivera lo sabe. Por eso ha cargado contra el líder de los populares. A Moro muerto, gran lanzada. Si se lo lleva por delante tal vez despeje el camino del acuerdo a tres. Y si no lo consigue, al menos habrá desgastado al rival con quien tiene que disputarse a finales de junio la misma franja del electorado.

La otra imagen iluminada por el destello del relámpago muestra a Pablo Iglesias transmutado en Donald Trump. El filósofo de moda de la izquierda, el esloveno Slajov Zizek, publicó la semana pasada un artículo sobre el magnate americano, candidato republicano a la Casa Blanca, donde hay consideraciones que parecen escritas para describir a propósito el comportamiento político del secretario general de Podemos. La tesis de Zizek es que Trump (y yo añado que también Iglesias) es la más pura expresión de la tendencia emergente en la vida pública a degradar las normas morales no escritas que nos dicen lo que podemos y no podemos hacer. Lo que hace un par de décadas era simplemente impronunciable en un debate público -navajazos, sospechas, agravios, ataques de mal gusto y vulgaridades políticamente incorrectas- Trump (y yo añado que también Iglesias) lo expresan ahora con absoluta impunidad para poner de manifiesto que les traen sin cuidado los modales impostados.

Actúan como los estudiantes revolucionarios que en los años 60 recurrían con frecuencia a un lenguaje ordinario para subrayar su contraste con los modos de la política oficial y su refinada jerga. Medio siglo después, Podemos -al mismo tiempo que Trump- vuelve a la misma estrategia. Y lo peor de todo es que comienza a surtir efecto. Trabajo al lado de periodistas jóvenes y he visto el brillo que les iluminaba la cara mientras seguían los pasajes más encendidos del debate de investidura. Leticia Vaquero no me dejará mentir.

A quienes hayan sentido el mismo brote de fascinación por la llegada al Congreso de esos nuevos modos, aparentemente renovadores, me gustaría decirles que la política no es eso. La política es, antes que nada, cortesía. Según la RAE es un buen modo de portarse. No importa que sea frío o reservado. No hace falta que haya afecto, pero es necesaria la urbanidad. Como dice Zizek en su artículo, "los modales sí que importan; en situaciones de tensión, son una cuestión de vida o muerte, una fina línea que separa la barbarie de la civilización".

Durante la transición, tan añorada estos días, se cuidaron las formas. Claro que hubo conatos de refriegas navajeras, pero al final se impusieron unos criterios civilizados que hicieron posible la España de todos. Imaginemos ahora la réplica que Pablo Iglesias le hubiera dado a Suárez de haber podido moverse en el tiempo con la mochila de sus prejuicios:

-¿Reconocer y comprender al distinto, al diferente, al otro español que no piensa como yo? ¿Dejar de mirar como enemigo al que no tiene mis mismas creencias religiosas o no se mueve por los ideales políticos que a mi me impulsan? ¿Convivir con él como si fuera el que me completa como ciudadano y como español porque sólo en esa convivencia él y yo podemos defender nuestros ideales, practicar nuestras creencias y realizar nuestras propias ideas? ¡Usted flipa, antigualla! Y además, entérese: de alguien que viene de colaborar con el franquismo, no admitimos lecciones.

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