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Luis Herrero

Un polvorín

Nunca hemos asistido a un panorama político tan sombrío. El Estado se desangra y el Gobierno que debería defenderlo se abraza a quienes lo vampirizan.

Nunca hemos asistido a un panorama político tan sombrío. El Estado se desangra y el Gobierno que debería defenderlo se abraza a quienes lo vampirizan.
Pablo Iglesias y Pedro Sánchez se abrazan durante la sesión de investidura | EFE

Es difícil sustraerse a la sensación de que algo misterioso, inquietante y oscuro, nos aguarda a la vuelta de la esquina. El debate de investidura ha iluminado algunos de los rincones más tenebrosos de la situación política que padecemos. Para empezar, el Gobierno nace contra la voluntad de su principal muñidor, incapaz de explicar por qué es bueno para España lo que, según su propio criterio, era malo hace unas pocas semanas.

Era malo, decía Sánchez, caer en manos del extremismo doctrinario y populista de Pablo Iglesias. Y, sin embargo, las líneas maestras de la política social que defendió en su discurso son un copia y pega de las propuestas podemitas. Era malo, decía Sánchez, depender del extremismo centrífugo del separatismo catalán. Y, sin embargo, ha aceptado todas y cada una de sus imposiciones. No era verdad, como decían los voceros de Ferraz hace un mes, que el precio de salida de la abstención de ERC fuera un programa de máximos que iría moderándose a la baja a medida que avanzara la negociación con el PSOE.

Cotéjese lo que decían Junqueras y Aragonés antes de la primera reunión entre Lastra y Rufián con el texto del documento final y se verá con toda claridad que los republicanos no han renunciado a ninguna de sus pretensiones originales. A ninguna. Ni a la mesa de gobiernos, ni al debate sobre el derecho de autodeterminación, ni a la amnistía de los presos del procés, ni al referéndum en Cataluña.

Los republicanos han impuesto los términos del acuerdo en el fondo y en la forma. También en la forma. El problema de convivencia en Cataluña ahora se llama, por imposición unilateral de los independentistas, "conflicto político". La Constitución, "marco del sistema jurídico-político", y el referéndum, "consulta a la ciudadanía de Catalunya". Las tres grandes promesas electorales de Sánchez, en materia de política territorial, han periclitado: la ley para penalizar los referéndums ilegales, el compromiso de acabar con el adoctrinamiento en las aulas y el propósito de desmantelar la maquinaria propagandística de TV3.

El Estado se desangra y el Gobierno que debería defenderlo —no suplantarlo— se abraza a quienes lo vampirizan. De la boca de Sánchez no ha salido una sola palabra de apoyo a Felipe VI —ultrajado por la portavoz filo terrorista de Bildu—, ni a la Junta Electoral Central —demonizada por todo el independentismo catalán—, ni al Régimen del 78 —que Podemos dio por muerto nada más aterrizar en el tablero político, y ahora remata en compañía de sus otros compañeros de viaje—. Para Sánchez —como para Zapatero la Nación—, la ley es un concepto discutido y discutible. ¿Qué significa exactamente "dejar atrás la judicialización de la política"? ¿Acaso que el incumplimiento de la ley dejará de ser un baldón para los sediciosos? ¿Que se abre a partir de ahora un espacio de impunidad para quienes le sostengan en la cabecera del banco azul? ¿Que los jueces se tentarán la toga antes de perseguir a los delincuentes que gocen de la protección del partido socialista?

Nunca antes habíamos asistido a un panorama político tan sombrío. El partido moderado que renunció al marxismo y contribuyó decisivamente a construir el proyecto de la España constitucional está secuestrado, tal vez abducido —en el debate de investidura se ha visto con toda claridad quién manda— por los comunistas y los independentistas que quieren acabar con el Régimen que trajo la Transición española. El constitucionalismo ha dejado de ser —ojalá que solo sea momentáneamente— una posición ideológicamente transfronteriza. La izquierda se ha ido a la cama con sus enemigos.

Y, mientras tanto, la derecha parece más preocupada por disputarse el título de capitán de la resistencia que por defender la unidad que vamos a necesitar para salir del atolladero. La excesiva acritud de algunos parlamentos —demasiados— y la lejanía abisal en las posiciones de fondo que han exhibido "gobernandos" y opositores permiten presagiar una legislatura incendiaria. Mucho me temo que la radicalidad sea la mecha que prenda el polvorín.

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