La política y el deporte son, por naturaleza, los dos grandes territorios de lo opinable. De la misma manera que cada aficionado al fútbol lleva un seleccionador dentro, cada votante tiene su propia predilección por un candidato u otro. Pero las alineaciones las hace el Vicente Del Bosque de turno y los candidatos los selecciona Ferraz. O Génova. O cualquier otro topónimo callejero que sirva para identificar el lugar donde se alza la fortaleza blindada del aparato de un partido. Los aparatos son camarillas. Unas pandas de jefecillos -nunca más de tres o cuatro- que hacen y deshacen las listas a su antojo. Ambas, las alineaciones futbolísticas y las candidaturas electorales, son decisiones bloqueadas. Trágalas que sólo admiten el derecho al pataleo. Si te gustan, bien. Y si no, ajo y agua. De esa controversia se alimentan las tertulias en los cafés. Mientras no cambien, así son las reglas. ¡Ah, las reglas! Sin ellas, todo sería un lío monumental.
Y lo que establecen las reglas al uso es que a los responsables que deciden quiénes saltan al terreno de juego, ya sea el césped de un estadio o el Congreso de los Diputados, se les juzga por los resultados que obtienen. El vencedor revalida el derecho a seguir decidiendo. Salvo que se llame Del Bosque, claro, en cuyo caso podrá seguir haciéndolo hasta que se canse de perder y decida irse sin que nadie le eche. Así nos ha lucido el pelo en el campeonato de Francia.
Nadie daba un duro por España antes de que comenzara la Eurocopa. Veníamos del gran fiasco del Mundial. Llevábamos dos años jugando sin brillo. Regular tirando a mal. Casi siempre peor que mal. Todo el mundo clamaba por abrir un nuevo ciclo. Del Bosque -juzgaban con criterio casi unánime los expertos más avisados- no podía liderar la renovación que reclamaba la selección nacional, ahora estúpidamente rebautizada como La Roja. Pero Del Bosque dijo que no se iba y su fuente de legitimidad -el capricho de un sólo hombre, Angel María Villar- respaldó su cabezonería.
Entonces llegó el debut ante los checos. España jugó mucho mejor de lo esperado y se alzó con la victoria. Agónica victoria, pero victoria. La consecuencia fue que una especie de alucinación colectiva, una suerte de enajenación transitoria, proyectó la idea de que la decrépita España -futbolísticamente hablando- había renacido de sus cenizas y volvía a admirar al continente con su estilo de juego talentoso y dominador. Del Bosque se ganó el derecho a mirar con cierto desdén a sus detractores y repitió la misma alineación, sin un solo cambio, ante la paupérrima Turquía. Y volvió a ganar. Y, además, con un juego estimable.
Es posible que algunos analistas deportivos, tratando de alzar la vista más allá del veredicto de los marcadores, viera en el juego del equipo nacional un buen ejemplo de lo que significa el refrán pan para hoy y hambre para mañana: nervios en Ramos, inseguridad en Busquets, inanidad en Fábregas, atasco en Nolito… Pero las dos victorias consecutivas, y su lustrosa apariencia, pusieron sordina a los adversativos. Como dijo Rajoy hablando de lo suyo, no era tiempo de agoreros. Del Bosque se ganó el derecho a no hacer cambios y a seguir a su bola. Los resultados le avalaban. Chitón a la crítica. Mordaza a los pesimistas. Así son las reglas. ¡Ah, las reglas! Sin ellas, todo sería un lío monumental.
En política también hay que respetar las reglas. Rajoy ha ganado las elecciones con una claridad inesperada y esa victoria le da legitimad más que suficiente para extraer sus propias conclusiones. Se ha ganado la investidura a la presidencia del Gobierno y le corresponde la responsabilidad de seleccionar a los ministros que quieran sentarse en el banco azul. Le asiste el derecho a estar contento consigo mismo y a interpretar los resultados electorales como un espaldarazo a su eficacia política. Tiene coartada para concluir, después del testimonio de las urnas, que los españoles le avalan, que la desmemoria ha enviado la corrupción al olvido, que la puesta en circulación del doctor Frankenstein Iglesias ha sido útil y no dejará secuelas, que los tecnócratas son más necesarios que los políticos, que la "aparatocracia" es mejor que la democracia interna, que las promesas incumplidas son pelillos a la mar… Y, como hizo Del Bosque después del 3-0 a Turquía, puede mirar con retranca a los agoreros que le pronosticaban terribles desgracias y decirles que se metan sus objeciones por la popa. Sin duda, se ha ganado ese derecho.
Pero ese derecho no le faculta para obligar a todos a que confíen en su estilo de juego. Atender la llamada de un seleccionador no es obligatorio. Por eso ha dicho el PSOE que no quiere una gran coalición. Y por eso dice Ciudadanos que no quiere participar en un Gobierno presidido por Rajoy. ¿Acaso es eso un bofetón a su propio electorado o una traición al veredicto de las urnas? Ciudadanos se equivocaría gravemente, a mi juicio, si impugnara la legitimidad del líder del PP para mandar en la cocina del Gobierno, pero nada le obliga a ponerse a sus órdenes. No vetar su continuidad (incluso hacerla posible) no implica tener que sumarse a su ejército de pinches ni dar por buena su pericia ante los fogones.
Hay victorias que pueden ser engañosas. No olvidemos que después del espejismo ante Turquía vinieron los baños de realidad ante Croacia e Italia. Y que después de Del Bosque ha venido Caparrós. Tal vez no esté de más que Rajoy se mire en ese espejo. Cuando los ciclos no se cierran a tiempo pueden pasar esas cosas.