El atril vacío de Rajoy durante el debate de El Pais fue una declaración de intenciones en toda regla: mientras los nuevos y los socialistas en accidentada fase de renovación trataban de bandearse en el territorio de internet y las redes sociales, justo allí donde hierve con más fuerza la pulsión del cambio, el lugar de encuentro de la España joven, urbana, ilustrada y participativa que pide a gritos algo distinto, el partido que aspira a pilotar la salida de la crisis -el tránsito de lo viejo a lo nuevo- prefería apostar por el confort clásico del plató de Pedro Piqueras, las partidas de dominó con pensionistas, la charleta amable en el sofá de Bertín Osborne y el cara a cara de aburridos monólogos sucesivos de toda la vida: "Yo haré -dijo el presidente para justificar su ausencia en el ciberespacio- el único debate importante que se hizo siempre en España, que es el del presidente del Gobierno con el líder del principal partido de la oposición". Que el bipartidismo clásico haya entrado en fase de extinción o que las nuevas demandas pidan formatos contemporáneos es algo que al presidente le trae sin cuidado. Él cree -y no es el único- que en la España de hoy aún da más votos ahogar el seis doble en el hogar del jubilado, ganar al futbolín en los salones recreativos o apurar un dedito de mistela alrededor del brasero de una mesa camilla.
El PP ha arriado la bandera del cambio. Primero convirtió sus listas electorales en reservas naturales donde preservar la supervivencia de las vacas sagradas del partido. Después erradicó de la tardía publicación de su programa cualquier propuesta de regeneración democrática, y por último, en los primeros compases de la campaña, ha pertrechado a su candidato con los argumentos electorales de siempre: Rajoy representa, frente a la gestión calamitosa del PSOE que dejó a España al borde del rescate, la salvífica recuperación económica; frente a la bisoñez de Ciudadanos, la experiencia de gobierno, y frente al riesgo radical de Podemos, el refugio del miedo. Ninguno de esos argumentos funcionaron en las cinco elecciones anteriores: europeas, andaluzas, municipales, autonómicas y catalanas pusieron de manifiesto que el PP iba a necesitar algo más para retener el Gobierno el 20 de diciembre. Pero en Genova han decidido no cambiar de apuesta y ver si a la quinta cambia la tendencia.
El recurso del Gobierno ante el TC, tras la declaración independentista del Parlament de Cataluña, y la postrera irrupción sanguinaria del terrorismo yihadista en París, que obligó a Rajoy a buscar la fotografía de una respuesta pactada con el resto de los partidos, trasladó al ánimo de políticos y analistas la idea de que Rajoy comenzaba a beneficiarse de un inesperado y venturoso viento de popa. Los barones socialistas, conscientes de que no podían apartarse del consenso constitucional ante el desafío catalán sin cavar allí mismo su propia tumba, aceptaban resignadamente que al cerrar filas con el Gobierno estaban empujando al PP hacia la victoria. Trataron de encontrar un espacio propio que les permitiera nadar y guardar la ropa. Pedro Sánchez declaró: "Coincidimos en la reacción, pero discrepamos en la solución porque, tras años de avisos del PSOE, y con las alarmas encendidas por el avance del independentismo, Rajoy no ha hecho nada". Intentaba desesperadamente desvincular su defensa de España del involuntario pero irremediable beneficio electoral del PP. Una pretensión difícilmente alcanzable, según el criterio de la mayoría de los columnistas que diariamente se inclinan sobre los signos de la política como lo hacían los monjes amanuenses sobre los pergaminos medievales. Pondré un ejemplo para buscarle las cosquillas a su autor. Federico Jiménez Losantos, por aquellas fechas, escribió en El Mundo: "Desde Fernando VII, nunca a un español le ha resultado tan barato llegar y quedarse en el poder como a Rajoy. El golpista Artur Mas, tras arrastrarse por el fango de la cobardía, reptar en el légamo de la vileza y forzar en el guano de la ignominia, le entregó en bandeja al PP la victorias del 20-D".
En esas estábamos cuando, además, los atentados de París también trasladaron al ánimo de los ciudadanos españoles inesperadas bocanadas de miedo sobrevenido. Según el manual de la teoría del poder, cuando los votantes se sienten amenazados buscan el refugio de los gobiernos constituidos para guarecerse del peligro. Moncloa empezó a filtrar a sus voceros periodísticos que la afortunada conjunción astral que se había perfilado en el firmamento -órdago independentista y terrorismo islámico- les estaba haciendo subir en sus trackings internos un punto a la semana. Sin embargo, la mayoría de las encuestas que difundían los medios de comunicación no decían lo mismo. Al contrario. El Español viene publicando desde finales de octubre sucesivos pronósticos electorales elaborados a partir del promedio de todas las encuestas que se publican. Y lo curioso es que el PP, desde entonces, no ha dejado de descender. El 25 de octubre su promedio se situaba en el 27, 9 de intención de voto, el 4 de noviembre en el 27,5 y el 25 de noviembre en el 27. No es una pérdida pronunciada -nueve décimas en un mes- pero desmiente la tesis triunfalista del rebrote electoral que pregonan con gran trompetería los arúspices de La Moncloa. El CIS del jueves pasado tampoco les da la razón. La punta de la flecha azul que describe las oscilaciones de la estimación de voto del PP no apunta al cielo, sino al suelo. Con levedad, es cierto. Pero también con enojosa obstinación.
Lo único que puede hacer que Rajoy salve el pellejo el día 20 es que Sánchez siga haciendo espeleología electoral, cavando los suelos de sus antecesores, y que Rivera no escale los dientes de sierra de la gráfica demoscópica de su partido con la suficiente celeridad. Decir que los socialistas van a perder la segunda plaza del pódium electoral parece un spoiler previsible de la película de intriga que estamos viviendo. En el circuito de las apuestas empieza a ser un barrunto unánime. Y eso significa, entre otras cosas, que el discurso del miedo que ha utilizado Rajoy hasta la fecha para retener el voto cautivo de quienes se niegan a ayudar con su castigo al PP a que la izquierda se haga con las riendas del país, deja poco a poco de tener sentido. Se abre camino la certeza de que votando a Ciudadanos también se derrota al PSOE y, de paso, se priva al PP de un premio inmerecido. Cuando los electores de Canadá, hace menos de dos meses, percibieron que en su país los liberales habían conseguido arrebatarle la segunda posición a los socialdemócratas, decidieron darle la victoria -para desgracia de los conservadores- a quien sólo un mes antes era la tercera fuerza. No son pocos los que opinan que en España, mientras Rajoy juega a la petanca y merienda empanada gallega en las aldeas de la España profunda, puede pasar algo parecido.
Claro que eso dependerá, en gran parte, de los reflejos de Rivera para ahuyentar el extraño sortilegio del tripartito que ha puesto en circulación este fin de semana el chamán de la caravana del PSOE. La triple alianza de socialistas, podemitas y centristas para mandar al PP al hangar de mantenimiento de los juguetes rotos es una hipótesis disparatada -lo morado y lo naranja mezclan aún peor que el agua y el aceite- pero basta con que se lo crean los votantes que según el CIS dudan entre votar a Rajoy o a Rivera -el 11% del censo está en esa tesitura- para que el último pétalo de la margarita convierta al presidente del Gobierno en el primer candidato que conserva el poder in artículo mortis. Hay quien ya le ve cara de resucitado.