Aunque la encuesta a pie de urna de la televisión gallega quiso darle emoción a la noche electoral, abriendo la expectativa, en la horquilla más baja, de que Feijóo perdiera la mayoría absoluta, el bacalao quedó vendido desde el inicio del recuento. Enseguida quedó claro que el PP iba a arrasar, que el BNG estaba llamado a convertirse en el principal partido de la Oposición y que el PSOE, virgencita, virgencita, se quedaría como estaba.
El encefalograma de Podemos anticipó su muerte política. En términos de reválida nacional, el Gobierno de coalición se daba una chufa notable. Uno de sus socios desaparecía del mapa y el otro no heredaba ninguno de sus escaños. El estancamiento del PSOE, teniendo en cuenta el descalabro comunista, sonaba a derrota sin paliativos.
Los titulares caían por su propio peso: éxito rotundo del PP más alejado del "modelo Casado", subida espectacular de la marca independentista y varapalo a la izquierda. Puestos a imaginar semblantes, el de Sánchez se me antojaba lívido, el de Iglesias, cadavérico, y el de Casado, ceñudo. Es verdad que Génova tenía expedito el discurso del triunfo, pero el sujeto de la oración victoriosa no podía ser el PP, cuyas siglas habían quedado relegadas a referencia microscópica en la cartelería electoral, sino el presidente de la Xunta. El discurso nocturno del propio Feijoo sirvió para alimentar la lectura maliciosa. En el capítulo de agradecimientos solo citó a sus colegas autonómicos Fernández Mañueco y Moreno Bonilla —que pasan por ser los otros dos exponentes del llamado sector moderado del partido— y citó a Mariano Rajoy antes que a Pablo Casado.
Es posible que el detalle no hubiera tenido mayor trascendencia si la noche electoral hubiera quedado circunscrita a Galicia. Pero no era el caso. Los resultados en el País Vasco estaban llamados a coexistir con los gallegos, en una suerte de díptico complementario que debía subrayar las coincidencias y las disonancias de ambos electorados. En el capítulo de estas últimas, la más llamativa era sin duda la suerte dispar del principal partido de la derecha. Si en el parlamento de Santiago la lista de Feijoo era hegemónica, en el de Vitoria la de Carlos Iturgaiz no pasaba de ser testimonial. Los populares vascos pierden la mitad de los pocos escaños que tenían. Una debacle. No hacía falta mucha imaginación para darse cuenta de que los análisis iban a proyectar el contraste entre lo gallego y lo vasco como una piedra arrojadiza contra la cabeza de Casado. Mientras "su" candidato vascuence, incapaz de mantener a raya a Vox, practicaba el noble deporte de la caída libre, el galaico mejoraba sus resultados y batía récords de aceptación popular. La conclusión estaba servida: la apuesta moderada sobrepuja a la de armas tomar.
Vaya por delante que a mí me parece una lectura injusta. No deja de ser contradictorio que se tache de vocinglera una coalición que incluye a la marca teóricamente más pastelera del bloque de la derecha y que su modelo contrapuesto sea el de una lista cerrada a cal y canto a la idea de la integración. Tampoco es verdad que Iturgaiz sea un referente de la política inmoderada. El PP de su época, con Jaime Mayor a la cabeza, fue el que cosechó mejores resultados. La deriva declinante de sus siglas comenzó, justamente, cuando Rajoy depuso a María San Gil en beneficio de Alfonso Alonso invocando un supuesto viaje al centro que solo deparó experiencias espeleológicas. Pero da igual. Las cosas, en política, no son como son. Son como parecen.
El resto de las comparaciones entre los dos procesos electorales arrojan coincidencias básicas. El independentismo sube y el socialcomunismo baja. Podemos se queda en la mitad y el PSOE apenas se mueve. Uno se hunde y el otro se estanca. Ante esa cruda realidad, que llevó a Moncloa caras de congoja, José Luis Ábalos protagonizó la que a mí me parece la reacción más significativa de la noche. Dijo que el electorado había premiado el esquema de Gobierno de Euskadi —PNV con apoyo del PSOE— y cerró la puerta a la combinación, aritméticamente viable, de un tripartito entre socialistas, podemitas y bilduetarras. Dado que Iglesias había abogado por esa solución trinitaria durante la campaña electoral, las palabras del lugarteniente de Sánchez solo pueden interpretarse como una refutación del modelo que defiende Podemos para afianzar parcelas de poder allí donde cuadren las cuentas. Llámenme ingenuo, pero yo creo que esa postura preludia la imposibilidad de un tripartito en Cataluña.
Tiendo a pensar que la jornada electoral de ayer marca el inicio de una dinámica distinta en la política española. La "profunda reflexión" que prometió Iglesias en Twitter tras conocer los resultados debería hacerle entender, a mi juicio, que su papel de coda en el banco azul (y más en vísperas de un memorándum dictado por los frugales para acceder al fondo de reconstrucción europeo) le lleva a la ruina. Tampoco al PSOE le beneficia seguir sometiendo al escrutinio público la valoración de su coyunda con Podemos.
Gallegos y vascos ya le han dado el anticipo de la respuesta general. Sánchez, anoche, se llevó el primer susto.