Antes de que algún idiota alumbrara la estúpida ocurrencia de presentar la moción de censura en Murcia —y de que Inés Arrimadas, en un acto de desesperación, le comprara la mercancía— estaba meridianamente claro que la mayoría de los madrileños veía con agrado la gestión de Isabel Díaz Ayuso. Y a Sánchez le irritaba tanto ese hecho que no paraba de hacerle la vida imposible para ver si erosionaba su popularidad. Pero el tiro siempre le salía por la culata. Cuanto más hostigaba a la presidenta madrileña, más la convertía en una heroína de la resistencia al poder establecido.
La constatación de que la derecha instalada en la Puerta del Sol, por mucho que necesitara el apoyo de Vox, no se comía crudo a ningún demócrata dejaba sin efectividad la chorrada argumental de que Madrid estaba en manos de una peligrosa coalición de liberticidas ultramontanos. A las banderas clásicas de la derecha —defensa de la propiedad, libertad de enseñanza o bajada de impuestos—, Ayuso sumó en plena pandemia la de la búsqueda del equilibrio entre salud y actividad económica. Su reticencia a los cierres perimetrales y a las restricciones comerciales la convirtieron en el máximo exponente de un modelo alternativo —y para muchos, bastante mejor— en la gestión de la crisis sanitaria.
Así estaban las cosas cuando el PSOE le susurró al oído a Ciudadanos, herido de muerte tras la debacle catalana, la posibilidad de pactar mociones de censura en algunos lugares de España. En teoría, el plan le daba al partido de Arrimadas la oportunidad de acceder a la presidencia de Murcia, un escaparate desde el que poder emitir señales de vida, y reivindicar su condición de fiel de la balanza. En la práctica, sin embargo, le convertía en cómplice de la ofensiva de la izquierda contra el PP. Y eso, en Madrid, eran palabras mayores.
No termino de tener claro si Aguado estaba por la labor de emular el ejemplo murciano, pero lo cierto es que da igual que lo estuviera o no. En política las cosas son como parecen, y lo que parecía, desde hace mucho tiempo, es que el vicepresidente madrileño se había convertido en un grano en el culo de su socia de gobierno. En cuanto Ayuso gritó que después de Murcia le tocaba a ella, casi todo el mundo la creyó. Por eso vieron con buenos ojos la convocatoria de elecciones anticipadas. Había que evitar como fuera que la izquierda se hiciera con el control de la única aldea gala que de verdad mantenía a raya a los romanos. Y, por supuesto, mandar al ostracismo a los traidores que querían abrirle las compuertas al enemigo.
Si nos fijamos en las encuestas que se publicaron inmediatamente después de la convocatoria de las elecciones veremos que el castigo a Ciudadanos ya estaba decidido antes de que la moción de Murcia fracasara y diera comienzo la estampida de sus cargos públicos. La previsible condena al averno extraparlamentario de la Asamblea de Madrid no es consecuencia de la chapuza murciana, sino de la percepción previa de que la formación de Arrimadas estaba a punto de traicionar a Ayuso aliándose con la izquierda. Desde ese mismo instante, todos los simpatizantes del centro derecha —genuinos y sobrevenidos— se movilizaron para defenderla.
El voto útil hacía inevitable que se produjera una polarización extrema de las apuestas. Más tarde, la decisión de Iglesias de autoproclamarse candidato de Podemos aún contribuyó a agudizar más ese proceso. Aunque él decidió dar el paso para salvar a su partido —y también a sí mismo— de una muerte casi segura, vendió el gesto de cara la galería, al grito de “no pasarán”, como una proeza épica para evitar que le derecha se hiciera con el poder capitalino. Menuda memez superlativa. ¿Cómo se puede evitar que entre en alguna parte alguien que ya está dentro?
Conviene recordar que el PP lleva gobernando en Madrid desde hace la friolera de 26 años. Y Ayuso, desde hace 2. En ese tiempo ha merecido un sólido respaldo electoral y ha demostrado con creces que no es dóberman de fauces feroces que pinta el líder de la izquierda cainita. Todo el mundo lo sabe. Iglesias, también. Él es consciente de que su arenga solo movilizará a sus votantes más cafeteros, pero eso le basta para sortear la fosa del 5%. Que el precio sea convertir la campaña en un lodazal de insultos tabernarios le importa un pito.
Ante semejante panorama, los socialistas han decidido hacer de la necesitad virtud y para no quedar borrados del mapa han presentado a su candidato como lo que es: soso, serio y formal. Es decir, un ansiolítico capaz de apaciguar la tremolina de la campaña madrileña. El problema es que lo insulso no es sinónimo de moderado. ¿Cómo puede vender moderación quien está irremediablemente condenado, si suena la flauta de la victoria de la izquierda, a gobernar con el agitador que viene de convertir el consejo de ministros en una jaula de grillos? Es indudable que votar al PSOE significa darle a Podemos las llaves de la Villa. Y eso, mucho me temo, no es soso, ni serio ni formal. Es justo todo lo contrario.