Las patologías humanas asociadas al disfrute del poder son muchas y muy variadas, pero al final todas tienen el mismo efecto: deterioran la calidad del sujeto. No he conocido a nadie a quien el poder le haya hecho mejor persona. El orgullo, en contacto con la experiencia faraónica, elimina la fealdad en el reflejo de los espejos. El eco de las propias palabras -incluso las más necias- se vuelven reverencias. Los malos pensamientos se camuflan de genialidades. El ego se infla como el hígado de una oca en vísperas de Navidad. Lo solemos llamar mal de altura. Los griegos lo llamaban hibris. Los generales victoriosos de la antigua Roma llevaban siervos en las cuadrigas para que les recordaran que no eran inmortales.
El periodo de incubación del virus es variable. Hay algunos organismos que avizoran el peligro, retrasan su progresión y mitigan sus consecuencias. Otros, en cambio, son carne de cañón. En ellos, la colonización infecciosa es fulminante. No hay memento moris capaz de devolverles la cordura. Es en esa clase de perturbados en la que se fijó Eurípides cuando dijo: "aquel a quien los dioses quieren destruir, primero lo vuelven loco". Sánchez es el paradigma de esa especie. Llegó al poder de puntillas, con la legalidad de la Constitución pero sin la legitimidad de los votos, y durante un cuarto de hora pareció dispuesto a estar en la sala de máquinas de la Moncloa el tiempo justo para convocar unas elecciones que el país entero demandaba a gritos. Luego descubrió el Falcon, el helicóptero, Doñana y Quintos de Mora, y la prisa de la honradez cedió paso a la parsimonia de la molicie.
La coherencia le duró lo imprescindible. Cuando se dio cuenta de que para mantenerla tenía que seccionar la cabeza de un ministro cada quince días decidió cambiar de criterio. Ya que sus indoctas veleidades plagiarias le habían colocado en el ojo del huracán y que para purgar el pecado tenía que cercenarse la cabeza a sí mismo -algo que no estaba dispuesto a hacer bajo ningún concepto- decidió cambiar de vara de medir. Jubiló la de la ejemplaridad prometida y cogió la de uso tópico. Desde ese momento quedó claro que la hibris, vulgo arrogancia, ya había hecho estragos en él.
Algunos siervos, desde la cola de la cuadriga, aún se atrevieron a recordarle durante algunos días que era mortal. Pero él, movido por la fiebre vírica de su enfermedad galopante, los sustituyó de inmediato por otros siervos de susurros más reconfortantes. Tezanos, desde el CIS, y su community manager, desde la cuenta de twitter, se hicieron con el control de la situación. Y Sánchez desapareció de la faz de la tierra. Escondido en una caverna, su percepción de la realidad quedó reducida a la visión de las sombras que sus nuevos portaestandartes le proyectan en la pared. Así que ya no sabe lo que pasa. No lo quiere oír. Se ha cansado de los mensajeros que le traían noticias desagradables del exterior. Ha recorrido en dos meses el trayecto que a Rajoy le demoró dos años.
En estas circunstancias, su conducta se vuelve previsible del todo: hará lo que sea necesario para prolongar el éxtasis de su experiencia faraónica en la Moncloa. El problema es que no está claro si eso pasa por disolver Las Cortes ahora que los pronósticos aún le permiten soñar con hipotéticas mayorías parlamentarias o por agarrarse al pájaro en mano que le garantiza casi dos años más de barra libre de mystere y de fines de semana gratis en los cotos naturales del Estado. Yo siempre he creído que optaría por lo primero. La segunda opción, al ritmo de desgaste que padece su Gobierno, destruye cualquier esperanza de seguir en el disfrute la próxima legislatura. Un hombre osado como él -era mi cálculo- no querrá pasar a la historia como una criatura de Frankenstein pulverizada en las urnas.
Pero en esto -oh, sorpresa- llegan mis espías paraguayos y me cuentan que Sánchez está sinceramente convencido de que su trayectoria no solo no es descendente, sino que las próximas encuestas demostrarán lo contrario. Cree que en 2020 su resultado electoral será fantástico. Es el caso de enajenación mental más clamoroso que recuerdo en mis muchos años de observador del espectáculo. Puede que me haya equivocado las semanas anteriores y que a esta legislatura el culo no le huela a pólvora. Pero a Sánchez, desde luego, la cabeza le huele a loco.