No hace falta ser un sabueso para darse cuenta de que la investidura de Sánchez no fracasará por culpa del PSOE. Ahí está para corroborarlo el solemne compromiso contraído por Iceta durante su entronización como gran archipámpano del socialismo catalán: "Haremos lo que haga falta". El líder del PSC enarbola un discurso —el de Cataluña como sujeto político no independiente (todavía) dentro de una España plurinacional— que se parece mucho al que que a punto estuvo de provocar, hace cinco años, un cisma de padre y muy señor mío en el seno del partido socialista. En aquella ocasión, líderes territoriales que ahora están mudos (Guillermo Fernández Vara, por ejemplo) dijeron que no veían otra salida que romper el pacto que les unía con el PSC para que el PSOE se presentara a las elecciones en Cataluña con una federación propia. Pérez Rubalcaba le encargó a una comisión bilateral que resolviera el conflicto, y después de muchos tiras y aflojas, los socialistas catalanes recularon lo justo para evitar que la sangre llegara al río.
Cinco años después, el panorama ha cambiado por completo. El PSC vuelve donde solía, pero en esta ocasión ya no hay voces discrepantes, ni comisiones bilaterales, ni riesgo de cisma. El PSC ha engullido al PSOE y quien marca las pautas del debate territorial, es decir, de la idea de España, es la marca catalana. Manda Iceta. Carmen Calvo ha ido a Barcelona a sujetarle el palio y Pedro Sánchez le ha hecho la ola en las redes sociales mientras el partido que otrora se rasgaba las vestiduras ante el discurso filo independentista de sus socios catalanes ahora se muerde la lengua, toca la lira o aplaude con las orejas. Hay que decir, de todas formas, que en ese viaje de ida y vuelta de la locura a la cordura, Sánchez no ha ido a la zaga. ERC tumbó sus presupuestos porque el presidente del Gobierno se negó a aceptar que en la mesa de diálogo pactada en Pedralbes se hablara del derecho de autodeterminación. Diez meses después, ese veto ha desaparecido. Ya no hay líneas rojas. Con tal de seguir en la Moncloa, Sánchez, en efecto, hará lo que haga falta.
El balance de 2019 no puede ser peor. Tras las elecciones de abril, posteriores a la aparente ruptura del PSOE con ERC, el discurso de Sánchez volvió a la senda de la ortodoxia constitucional. Buscaba el apoyo de una "mayoría cautelosa" que le permitiera gobernar sin rémoras comunistas ni independentistas. Abominó de Iglesias y del separatismo catalán y forzó la repetición electoral con la esperanza de que las urnas le permitieran desembarazarse de esas amistades peligrosas. Pero no se lo permitieron. Los votantes constitucionalistas le dijeron que no se fían de él. Setecientos mil de los suyos dejaron de votarle y no fue capaz de atraer prácticamente a ninguno de los que apoyaban a Ciudadanos o al PP. Quedó claro que su credibilidad como líder nacional (en el estricto sentido del término), es nula. Ni los electores ni los líderes de la derecha —ninguno de los dos— le quieren en ese rol. De ahí que Sánchez haya decidido acomodarse de nuevo en el de cabeza visible de Frankenstein. ¿Volvemos entonces al punto en el que estábamos en enero? No, volvemos a uno peor.
Para que sus socios de la moción de censura vuelvan a franquearle el camino a la presidencia del Gobierno hace falta que Sánchez pida perdón por sus antiguos titubeos y acredite con hechos que no volverá a dejarles en la estacada. A Podemos ya le ha resarcido con creces abriendo de par en par las puertas del banco azul que antes mantenía selladas. Ahora tiene que hacer lo propio con los independentistas. ¿Y cuál es el precio que tienen que pagar? Uno más alto que el que se fijó en Pedralbes. Pere Aragonés lo ha vuelto a explicar este domingo en La Vanguardia: ahora ya no vale la mesa de la comisión bilateral que contempla el Estatut ("el problema que tenemos es lo bastante grave como para necesitar un instrumento específico"), y en el orden del día tiene que figurar el referéndum de autodeterminación y la situación de los presos. Las declaraciones del vicepresidente catalán dejan meridianamente claro que las cuatro reuniones que se han celebrado hasta ahora no han servido para que los republicanos rebajen ni un ápice sus exigencias.
La discusión sobre el derecho de los catalanes a decidir su futuro —la que Sánchez se negó a aceptar en febrero por las presiones de su partido y de la sociedad civil— estará encima de la mesa. Junqueras se lo dijo el viernes a La Razón y Pere Aragonés se lo ha repetido a La Vanguardia: "como Govern de Catalunya propondremos un referéndum de autodeterminación. No aceptaremos vetos. Si llegamos a un acuerdo será porque se pueda hablar del referéndum". Pero no será el único trágala. También se hablará de la amnistía: "exigimos que se desactive la vía penal y judicial. No tiene sentido iniciar una dinámica de diálogo donde una de las partes tiene que defenderse de la represión del otro. El fin de la represión pasa también por encontrar soluciones para aquellas personas que están condenadas de manera absolutamente injusta". ¿No querías arroz en febrero, Sánchez? ¡Pues toma dos tazas en diciembre! Ese parece ser el mensaje del partido que tiene en sus manos el futuro de la España que quiere destruir.