Adolfo Suárez me contó una vez que en la Navidad de 1982, recién desembarcado el PSOE en la playa del poder, Felipe González le llamó por teléfono para preguntarle si, en su opinión, debía mantener la tradición de poner un Nacimiento en el Palacio de la Moncloa. El líder socialista había conseguido dos meses antes una mayoría absoluta formidable –202 escaños de un total de 350– gracias en buena parte a que los ciudadanos vieron en él la encarnadura de un estilo ético. Adolfo le dijo, o por lo menos él me dijo que se lo dijo, que los valores que defiende el cristianismo son universales –ahora tal vez hubiera dicho transversales– y que no entraban en contradicción con las promesas electorales del PSOE. El amor al prójimo, el deseo de paz, de justicia y de hacer las cosas bien ya formaban parte de los mensajes navideños mucho antes, casi dos mil años antes, de que se inventaran los partidos políticos. Así que le aconsejó que mantuviera la tradición del Nacimiento porque haciéndolo ningún conmilitón debería sentirse ofendido y no haciéndolo podría herir la sensibilidad de más de un ciudadano de buena voluntad. Ya no recuerdo si Felipe González le hizo caso o no, me suena vagamente que sí, pero de lo que sí me acuerdo es de que algunos años después el líder socialista ya no era visto por la mayoría de los españoles como la encarnadura de un estilo ético y de que los valores que impulsaron su acción de gobierno, sobre todo desde finales de los 80, tenían muy poco que ver con los que el cristianismo vuelve a proponer a la humanidad entera cada vez que llega una nueva Navidad.
Poco a poco se ha ido fraguando un raro consenso en torno a la idea de que la Navidad es un tiempo triste. Hemos dado por bueno que el poder de las ausencias, de los familiares y los amigos muertos, puede más que el poder de las presencias; que una silla vacía mueve más a la nostalgia de lo que mueven los nuevos familiares y los nuevos amigos a la esperanza. Yo siempre he creído que ese es un diagnóstico demasiado superficial. No se trata, a mi juicio, de que echemos de menos a las personas que ya no están con nosotros, sino que echamos de menos el amor que les teníamos y que nos hacía ser, o al menos lo proponía, un poco mejores. No creo que lloremos por ellos, lloramos por nosotros. La fuerza que nos impulsa a ser buenas personas, esa ley de la naturaleza humana que cada hombre siente como propia con independencia de credos, culturas y particularismos geográficos y que nos impide dar patadas a las viejecitas, jalear a los cobardes o amar la mentira no anida en el ámbito de la relación de uno consigo mismo, sino en la de uno con los demás. Son ellos quienes piden lo mejor de nosotros, ya sea la amabilidad, la paciencia, la sabiduría o la fortaleza. Cuando perdemos a un ser querido perdemos una razón para mejorar y lo que nos entristece es darnos cuenta de que, en realidad, no lo somos en absoluto. De que los deseos de paz, de justicia, de amor al prójimo y de hacer las cosas bien que tratamos de renovar las Navidades pasadas han vuelto a convertirse, un año después, en empeños fracasados. Somos tan idiotas que creemos que nos bastamos por nosotros mismos.
Un proceso parecido al que ocurre en las personas, creo yo, ocurre en los grupos sociales, y por lo tanto también en los países. Cuando las ilusiones que remueven la esperanza de los ciudadanos acaban convertidas en promesas incumplidas, banderas arriadas, principios abandonados, esfuerzos fútiles o ejemplos deplorables, el país entero se vuelve más fúnebre, por mucho que las luces navideñas, los niños de San Ildefonso o el turrón de Jijona le inviten a tocar la zambomba y la pandereta. En 2014, a los socialistas se les ha muerto Rubalcaba, y con él una nueva oportunidad de reconstruir el estilo ético que un día llevó a Felipe González a inundar de ilusión por un cambio a mejor las calles españolas. A los comunistas se les ha muerto Cayo Lara, y con su muerte descarrila el último tren hacia el sorpasso de la izquierda. A los populares se les ha muerto Mariano Rajoy, aunque él todavía no lo sabe, y con él se prejubila la machada aznarista de haber metido a la derecha en el circuito de las alternancias. Y a todos se nos ha muerto el Rey Juan Carlos y con él un modelo político que hace aguas por los cuatro costados. No nos hacen llorar sus sillas vacías, sino la fracasada oportunidad que cada uno de ellos dieron, a unos y a otros, para formar parte de una España mejor.
Honradamente no creo que sean muchos los ciudadanos que, estas Navidades, canalicen sus ilusiones colectivas a través de esas vías tan desprestigiadas. Habrá quien siga transitándolas, sin duda, incluso votándolas, qué remedio, pero no porque esperen mucho más de ellas que el simple hecho de evitar males mayores. La única ventana de aire nuevo es la de Podemos. De ahí su éxito. Por ella se cuela la única corriente de ilusión ciudadana, que según los indicadores atmosféricos de las encuestas empieza a tener naturaleza huracanada. Ya hay predicciones científicas, se supone, que colocan a los Iglesia's boys por encima de los cien escaños, codo con codo con el PP y varios puntos por delante del PSOE. Si alguien creía que sus desvaríos programáticos o la ofensiva del sistema contra sus siglas iban a esquilmarles el brillante porvenir, se equivocaba. Puede ser que un aire nuevo no sea un aire mejor, razona una buena porción del electorado, pero difícilmente puede ser peor del que ahora respiramos. El razonamiento que se impone es de cajón: o abrimos esa ventana y dejamos que se ventile el tugurio en que se ha convertido la política española, aun a riesgo de que no sirva para nada, o nos condenamos a la asfixia.
No comparto el razonamiento, pero lo entiendo. El problema estriba en que darle a Podemos la capacidad de abanderar los valores de nuestro futuro inmediato, a la vista de lo que propone que hagamos con los que jalonaron la travesía de la Transición, puede llevarnos en poco tiempo a la Navidad más triste de este siglo. Menos mal que, aunque eso suceda, al año siguiente una nueva Navidad llegará puntual a su cita de diciembre. Nunca es tarde para la redención.