El problema del debate del lunes entre los tres candidatos al trono de Ferraz es el público al que va dirigido. No importa cómo lo acojan los ciudadanos del común. Tampoco importa el impacto que pueda tener entre los votantes socialistas. Ni siquiera es relevante la opinión que saquen de él los militantes en su conjunto. El 65 por ciento de ese censo ya tiene decidido a quién va a votar, pase lo que pase el día de San Isidro. Lo único que importa es la influencia que pueda tener en el 35 por ciento restante, que o bien no sabe a quién brindarle su apoyo, o bien se plantea cambiar de un avalado a otro.
En el supuesto abrumador de que votaran 9 de cada diez militantes con derecho a hacerlo, el universo de concernidos se reduciría a menos de cincuenta mil. De ellos, treinta y cinco mil aún están deshojando la margarita. El resto son simpatizantes de Patxi López enfrentados al dilema de votar con criterio de conciencia o con criterio de utilidad. El otro día me contó un espía paraguayo que sanchistas y susanistas están convencidos de que los votos inéditos mantendrán una proporción parecida a la que arrojó la guerra de los avales, con el factor corrector –beneficioso para Sánchez– de que en Andalucía ya se han mojado casi todos y por lo tanto habrá más votantes nuevos en el resto de España, donde Susana Díaz tiene peor cartel que su adversario.
Si eso fuera así, y dando por hecho que los de López siguieran siendo fieles a López, Susana Díaz ganaría las primarias por poco. Pero nadie cree en la fidelidad de los lópeces. Es más. Según me dijo el mismo espía paraguayo, todos dan por hecho que serán infieles. No todos, claro. Pero sí muchos. Los suficientes para inclinar la balanza hacia el otro lado. Es a ellos, y a casi nadie más, a quien van a dirigirse los tres candidatos pasado mañana. El ganador será quien se los lleve al huerto. En base a esa premisa cabe hacer un ejercicio de adivinación que nos permite presumir lo que pasará en el debate.
El propio López se pondrá el uniforme de guardagujas y alertará del choque de trenes que se avecina con un discurso melancólico. El choque es inevitable, diga él lo que diga, y todo el mundo lo sabe. De hecho, como en el chiste, lo único que cabe hacer después de haber intentado en vano conjurar el peligro es llamar a la parienta para que no se pierda el espectáculo del accidente. La única duda es cuál de los dos convoyes se quedará sobre la vía y cuál descarrilará después de la colisión. Eso depende. Si los lópeces se van con la más guapa, ganará Sánchez. Si se van con la más acomodada, ganará Díaz. El primero representa la belleza de un ideal romántico. La segunda representa la mejor esperanza de sobrevivir.
De eso irán las intervenciones de los dos favoritos. Pedro Sánchez apelará al corazón. Enarbolará la bandera de la izquierda sin colorantes ni conservantes, la del no es no, la de al enemigo ni agua, la de acabar con Rajoy, y Susana Díaz aprovechará la oportunidad para señalarle como el Benoit Hamon del socialismo español. La reforma de la izquierda, dirá, no pasa por sustituir la democracia representativa por la asamblearia, sino por revisar las propuestas programáticas que puedan hacerla regresar a la senda de la victoria. Después del choque de trenes de las primarias francesas, Hamon sacó a Valls de la vía y el resultado de la hazaña, a la postre, fue la defunción electoral del socialismo galo y el nacimiento inesperado de un partido nuevo.
En resumen, Sánchez dirá de su rival que es la que hizo posible que el PP siguiera en el Gobierno y Díaz dirá del suyo que es el recordman absoluto de derrotas consecutivas del PSOE. Y serán los lópeces, al final, quienes tengan que decidir: susto o muerte. O un Macron sin cambio de siglas, y sin garantía de victoria, o un Hamon que ofrece pan para hoy y hambre para mañana. La diferencia que va de votar con la cabeza o con las vísceras.