Seamos sinceros: la noticia llevaba varios meses dando tumbos por los periódicos sin que demasiada gente le prestara atención. De vez en cuando se asomaba con timidez a los titulares de alguna página par en la sección de internacional. Cuando las cifras que agitaba Acnur para espabilar las conciencias pasaban de castaño oscuro, las cadenas de televisión abrían pequeñas ventanas en los telediarios para difundirlas sobre colas de archivo. Los líderes europeos negociaban con sordina el pago a escote de la factura humanitaria de eso que habíamos dado en llamar, higiénicamente, una "presión migratoria creciente". Se regateaban las cuotas asignadas a cada país como si fueran baratijas de un zoco. Al mundo ese tejemaneje le daba bastante igual.
Y, de repente, aparece la foto de un niño muerto. Gran conmoción. La indignación social se desborda por doquier. Los políticos perezosos se vuelven diligentes. Los discursos cicateros se abren a la generosidad. Y, al fondo, de rondón, surge un debate menor: ¿era necesario publicarla? Yo creo que sí. Me quedo en minoría. La realidad es la que es y no mejora por taparla con la mano o por mirar hacia otra parte. Con azúcar es peor. Ya sé lo amargo que resulta mirar cara a cara la fealdad del mundo en que vivimos. Algunos turistas que tomaban las aguas en los balnearios próximos a la playa turca donde apareció el cadáver de Aylan tuvieron que ser atendidos por ataques de ansiedad. Pobres. Ya sé que no lo mataron ellos. No es culpa suya lo que está pasando en Siria. Tampoco son culpables de la política pusilánime con que las potencias occidentales tratan (es una manera de hablar) de atajar el problema. La responsabilidad es personal y limitada. Pero el padecimiento también lo es. No sufren los grupos, sufren las personas. Por eso es justo ponerle cara y ojos al drama que viven los millones de personas (más de 3) que huyen de la brutalidad de una guerra unilateral declarada por el dios fanático y liberticida del Estado Islámico.
Algunos amigos míos, más instruidos y largos que yo, tratan de convencerme de que la fuerza lacrimógena del pequeño cadáver de un niño sobre el rompeolas de una playa turca traslada el debate de fondo a un plano básicamente emocional. Allí, me dicen, los sentimientos nublan el juicio. Pero yo lo refuto. ¡Como si los sentimientos no nos guiaran a menudo hasta el ámbito de toma de decisiones donde hacer buen uso de la lógica! Para enfrentarse a un problema primero hay que identificarlo. Eso es lo que ha conseguido, sin proponérselo, el pobre Aylan: le ha dado identidad a un drama que sólo con el ariete de la letra impresa no lograba penetrar en la dura mollera de la Arcadia feliz de la avejentada Europa. La foto, de momento, ya ha abierto las fronteras de la ignorancia perezosa del mundo.
La ventaja de singularizar un problema es que, al hacerlo, deja de moverse en la órbita de los universales y se traslada a la de los particulares que lo ejemplifican. Universalia in rebus, decía Aristóteles. No se muere en grupo. La muerte es una experiencia de carácter individual. Y el derecho a tratar de esquivarla, también. El asilo es un derecho reconocido por normas internacionales y, por lo tanto, el número de beneficiarios no puede ser objeto de disputas cuantitativas o sentimentales. O se tiene derecho al asilo o no se tiene. El mismo Gobierno canadiense que negó el asilo al padre de la familia Kurdi cuando Aylan estaba vivo lo ofreció, por mala conciencia, cuando ya estaba muerto. ¿Acaso tenía más derecho a él después de la muerte de su hijo que antes de que ésta se produjera, que es cuando estaba lleno de sentido?
El criterio que aplican los países occidentales a los refugiados que piden asilo huyendo de la guerra parece ser este: en aluvión, no. Uno a uno, tal vez. Los Gobiernos, ante el aluvión, se acojonan siempre. Y sin embargo, los aluviones suelen ser la expresión dramática de los más angustiosos estados de necesidad. No digo con esto que tengamos que abrir nuestras fronteras sin más. Lo que digo es que no entiendo el razonamiento inicial con que algunos países (España entre ellos) trataron de hacer frente a la situación creada antes de que la marea ciudadana les hiciera virar de postura. España se resistía a aceptar a 5.000 refugiados con el argumento de que no teníamos recursos suficientes para albergar a tantos. La prueba de que no era verdad es que ahora, sin que Rajoy tuerza el gesto ni Margallo invoque criterios vinculados al PIB, ya se habla de la necesidad de abrir las puertas a más de 15.000. No creo, honradamente, que el problema fuera de dinero.
Estos días se han escuchado voces que ponen el dedo en la llaga. Viktor Orbán, el político húngaro que llevó a su partido desde la Internacional Liberal hasta la orilla más derechista del PPE, el hombre que quiso derribar el muro que le aislaba de Occidente y que ahora levanta otro parecido para mantener a los serbios a raya, cree que casi todos los vagabundos sirios que huyen de la guatemala de Bashar al Asad y la guatepeor de Abu Bakr al Baghdadi constituyen una amenaza para nuestra civilización. Tiene miedo, como otros muchos mandatarios europeos, a que los inmigrantes acaben colonizando nuestra civilización. El otro día escribió en las páginas del Frankfurter Allgemeine:
Se está produciendo actualmente una inmigración de asentamiento que podría cambiar la faz de la civilización europea. Si acaba consumándose, será irreversible. Si Europa se hace multicultural, ya no habrá vuelta atrás, ni a una Europa cristiana, ni al mundo de las culturas nacionales. Si hoy nos equivocamos, será para siempre.
Las ideas de Orbán no sólo pasan por alto el hecho poco baladí de que entre la marea de refugiados hay un millón de cristianos que huyen de la espada del Estado Islámico, que se enfrenta a la cruz con fiereza vesánica y exterminadora, sino que dan por supuesto que el mundo libre no tiene mecanismos de defensa para sobrevivir a la amenaza cultural de los nuevos bárbaros. Europa, desarmada e indefensa: esa es la idea que tienen algunos de nuestros dirigentes del pedazo del mundo que gobiernan. Sólo sobreviviremos si nos aislamos intramuros de los últimos vestigios de nuestra civilización. Ya no sólo no somos capaces de irradiar la fuerza de una idea mejor por el camino de la razón (un mandamiento, por cierto, que procede del Dios cristiano que Orbán reivindica como cimiento de la identidad europea), sino que tampoco sabemos defendernos de la amenaza musulmana que llega del exterior.
Hasta hace bien poco, la alianza entre la musculatura militar norteamericana y el legado cultural europeo le daba legitimidad a la idea de una civilización occidental. No sólo le daba legitimidad. También le daba poder. Ese poder nos ayudó a ganar la primera guerra mundial contra el Reich alemán, la segunda contra la Alemania nazi, y la guerra fría contra la URSS. Luego, la legitimidad nos ayudó a ordenar la larga paz interna de los últimos cincuenta años en el mundo libre. Pero ahora, me temo, nos hemos quedado sin lo uno y sin lo otro. Sin poder y sin legitimidad. Ni Estados Unidos tiene la energía de antaño ni Europa sabe defender su legado. Al contrario: parece obstinada en abominar de él.
Fijémonos en el debate que estos días se está viviendo en Francia. Cuando quedó patente que los terroristas que habían asesinado a los periodistas de Charlie Hebdo eran ciudadanos galos educados en la escuela republicana, los franceses parecieron dispuestos a revisar su sistema docente. Esta semana, sin embargo, el curso ha comenzado con la incorporación de una nueva asignatura llamada Enseñanza Moral y Cívica, que pone el acento en la sacrosanta laicidad de la República Francesa. El Gobierno socialista de François Hollande cree que la medicina contra el radicalismo religioso es reforzar la educación de los jóvenes en la laicidad.
Si los líderes europeos no recuperan pronto su autoridad moral y política habrá cada vez más émulos de Viktor Orbán dispuestos a mirar a Moscú (no por nostalgia del comunismo, claro está) en busca del modelo de autoridad política, populista, religiosa, moral, nacionalista e imperial que encarna Putin. Esta crisis migratoria es una buena prueba de fuego para demostrar que la nuestra no es, todavía, una civilización acobardada.