Las ocas son testarudas. Sus augurios hepáticos insisten: el bipartidismo se ha terminado. España está dividida en tres bloques. El de la izquierda —PSOE, Podemos— pesa lo mismo que el de la derecha —PP, Ciudadanos, Vox—. El fiel de la balanza sigue en manos de los nacionalistas. Eso es lo que hay. Y ahora, como dicen los chamanes de las encuestas, desagreguemos: todo lo que ha subido el PSOE tras la llegada de Sánchez a la Moncloa es lo que ha perdido Podemos. El trasvase de voto entre ambos ronda el 4%. Los de Ferraz no viajan en cohete, como dice el CIS. Ahora tendrían menos asientos en el Parlamento de los que consiguió Rubalcaba en 2011. Él obtuvo 110 y tuvo que irse del escenario, muerto de vergüenza, por la puerta de atrás. Su sucesor, según el pronóstico de La Vanguardia, frisa los 109.
Mientras tanto, Pablo Iglesias no se mueve del cuarto puesto del ranking. El juguete del sorpasso se ha roto. Adiós para siempre. La buena noticia para él es que la sangría de votos parece haberse contenido. Sin embargo, lo que es bueno para él es malo para su socio. Sus respectivos electorados son vasos comunicantes. La suma de los dos partidos aporta al bloque siniestro, en el Congreso actual, 156 diputados. Las estimaciones demoscópicas elevan esa cantidad, para el Congreso futuro, a 157. Eso es todo lo que da de sí el nuevo orden de inspiración sanchista. ¿A qué viene, entonces, tantas serpentinas?
A la mesa de la derecha, entretanto, se ha sentado un nuevo comensal. VOX no es flor de un día. Y llega con hambre. Su condumio electoral sale del plato del PP. Es un mordisco que supera el 3%. Si el PP no hubiera desaparecido de la faz de la política catalana —donde se ventila el 15% del voto nacional— y Santiago Abascal dejara de batallar por libre, Pablo Casado mejoraría su expectativa de voto en 5 puntos. Pero no es el caso. El único logro del efecto Casado hasta ahora, y no es poca cosa, consiste en haber detenido la hemorragia que estaba dejando al partido al borde de una anemia irreversible. La consecuencia directa de esa circunstancia es que Ciudadanos ha dejado de crecer.
El sueño de Rivera de ganar las elecciones se esfuma. A cambio de esa mala noticia obtiene la confirmación de una buena: el fin de su etapa de crecimiento se produce tras haber dado un estirón que multiplica por dos los resultados que obtuvo en las últimas elecciones. Él es el único, si las cosas no cambian, que podrá acreditar una gran zancada. Aún así, las encuestas vaticinan que la suma del bloque diestro no solo no mejorará su cómputo actual —169 diputados— sino que perderá uno. En esta parte del espectro político, una vez disipada la incógnita de su tamaño global tras la irrupción en escena de Casado y Abascal, la gran duda es quién ganará en la foto finish del codo con codo de la carrera por la hegemonía.
Hay dos citas electorales que influirán de manera decisiva a la hora de dilucidar el resultado del sprint. En Andalucía las cosas no pintan bien para el PP. Dicen los arúspices que los votantes del centro derecha, que llevan desmovilizados casi dos lustros, van a salir a votar en masa. Y a pesar de eso, el PP puede perder casi 300.000 votos. En esta ocasión, para más inri, la culpa no será de VOX —que parece lejos de conseguir escaño— sino del avance de Ciudadanos. Marín va por delante de Moreno Bonilla. En Génova no se lo quieren creer. Confían en que el peso de sus siglas devuelva las cosas a su quicio en el momento decisivo. Si fuera así, Casado tendría el viento de cola. En las municipales de mayo los pronósticos le son mucho más favorables que a Rivera. Dos victorias consecutivas frente a su inmediato perseguidor podría darle alas.
En todo caso, el orden de los factores no altera el producto. Nada permite pensar que el bloque de la derecha vaya a crecer o a menguar en función de quién sea su principal referencia. Y esa es la tozuda premisa que nos devuelve al silogismo del principio: si España está dividida en tres bloques y los dos más grandes pesan lo mismo, la balanza se inclinará hacia el lado que quiera el tercero. ¡Tanto remar para llegar a donde siempre! La gobernabilidad depende de los nacionalistas, que ahora —ya sin careta— apuestan por la independencia. O hay pactos transversales y los bloques dejan de ser burbujas herméticas o estamos condenados a prolongar indefinidamente esta agonía que nos lleva poco a poco al fin del mundo. De nuestro mundo. Me temo que eso es lo que hay.