Por alguna extraña razón difícil de explicar, el fantasma del calentamiento de la política que preveíamos para estos días por culpa del berrinche catalán parece haberse disipado como una niebla mañanera. Ayuda el hecho de que la sentencia del procés haya quedado pospuesta hasta octubre, una vez que hayamos doblado el cabo del 23 de septiembre, que es cuando acaba el plazo para investir a Sánchez como presidente del Gobierno.
Conjeturábamos en julio que si la sentencia era condenatoria y se hacía pública durante las negociaciones de la investidura, los independentistas no tendrían más remedio que arriscarse en el no, y la aritmética Frankenstein saltaría por los aires. El Gobierno también lo temía. De ahí que alguno de sus voceros deslizara la idea de que PP y Ciudadanos no tendrían más remedio que mudar de criterio y ayudar a Sánchez, cerrando filas con él, a encarar el lío que se avecinaba. Pero no hay tal lío. Todavía no.
El miércoles, la Diada llenará de esteladas la Plaza de Cataluña, los borrokas de la independencia se desgañitarán la garganta en los megáfonos, los lazos amarillos convertirán los balcones en campos de girasoles, los presos recibirán vítores multitudinarios, ellos mismos declamarán arengas entusiastas, y Torra, en su delirio, hablará de tsunami democratic, insurrección, rebeldía hongkoniana y proclamación definitiva de la independencia. Pero la cosa no pasará de ahí. Si al día siguiente Sánchez necesitara los votos de Junqueras para alcanzar la investidura, previo acuerdo con Iglesias, los tendría sin ninguna dificultad. Y eso es lo sorprendente. ¿Por qué? Sánchez incluyó el rechazo explícito al referéndum en el plan de 370 medidas que le propuso a Podemos (lo que equivalía a pedirle a Iglesias que se comprometiera por escrito a dejar de dar la matraca con ese asunto) y Rufián, cuando se entrevistó con Lastra, no puso el grito en el cielo. Insisto: ¿Por qué?
Cuando les pido a mis espías paraguayos que busquen respuestas a esa pregunta suelen decirme que la explicación solo se entiende en clave catalana. Al parecer, las grietas abisales que separan a Junqueras y Puigdemont, y a sus respectivos partidos, han convertido la política catalana en una lucha despiadada por la hegemonía entre ellos dos. El prófugo necesita que la caldera que se puso en marcha el 1-O siga quemando la madera de los vagones del tren, como en la película de los Marx, o su exilio dejará de tener sentido. El preso, en cambio, ha puesto su prioridad en ganar las próximas elecciones autonómicas —tan próximas que algunos las dan casi por inmediatas—, y dominar las instituciones para imprimirle al procés un ritmo distinto, acompasado a su situación procesal. Que Junts per Catalunya le quitara a ERC el control de la Diputación de Barcelona pactando con el PSC fue un acto de guerra que voló por los aires la unidad de acción.
Pero yo no acabo de creerme que esta extraña tranquilidad, en vísperas de la Diada y de la sentencia, pueda explicarse solo por las cuitas fratricidas de los separatistas. Algo trama el PSOE. Algo tiene hablado Sánchez con Junqueras. El oscuro pacto de Navarra —Bildu y ERC cabalgan juntos en el mismo grupo parlamentario— encierra claves que, tarde o temprano, saldrán a la luz. Quien muñó el acuerdo, dato nada baladí, fue el PNV. Ojo al triángulo que se avecina. La encuesta del ABC de este domingo pronostica que al PSOE le bastará el apoyo del PNV para igualar la suma de escaños de todo el bloque de la derecha —144— y por lo tanto, el voto afirmativo de Iglesias puede dejar de ser necesario si se repiten las elecciones. En mi modesta opinión, a eso es a lo que vamos. O, por decirlo mejor, a lo que a Sánchez le gustaría que fuéramos si el veredicto de las urnas no le rompe el cántaro de leche que lleva sobre la cabeza.