Doy por asumidas las consecuencias que le acarreará a Ciudadanos la catástrofe murciana. Es el fin de su aventura. Punto final. Arrimadas estaba al borde del precipicio, ha dado un paso en falso en su huida hacia adelante y se ha despeñado con todo el equipo. Solo estamos a la espera de que las urnas de Madrid certifiquen su defunción política. ¿Pero ha sido suicidio o muerte accidental? La respuesta es discutible, aunque conviene aclarar que en cualquiera de los casos el PSOE ha jugado un papel de cooperador necesario.
Ya sabíamos que los alquimistas de Moncloa, con el doctor Bacterio Redondo a la cabeza, estaban buscando la fórmula magistral para que Sánchez pudiera adueñarse del espacio de centro, casi deshabitado desde que Ciudadanos entró en barrena y el PP de Casado se reveló incapaz de de ocupar su sitio. Los votantes de ese segmento ideológico, una vez desencantados, prefieren irse a su casa —es decir, a la abstención— antes que a la orilla del PSOE. El lastre del pacto con Podemos retiene al presidente del Gobierno en el rincón izquierdo del cuadrilátero. Para alejarse de allí debía conseguir que su perfil político resultara menos refractario a la moderación. Era urgente empezar a marcar distancias con Iglesias y atraer con sigilo la complicidad de Arrimadas. De esa doble necesidad nace la chapuza de Murcia.
El objetivo de sus muñidores consistía en debilitar aún más al PP, arrebatándole uno de los cinco feudos territoriales donde gobierna, y proyectar la imagen de Ciudadanos permitiendo que presidiera, por primera vez en su historia, un gobierno autonómico. Arrimadas, desesperada, se dejó seducir por los cantos de sirena. Su formación política se estaba consumiendo lentamente en su propia salsa (o no tan lentamente tras el fiasco catalán) y necesitaba hacer algo —lo que fuera— para tratar de revertir la situación. Tal vez pensó que recuperar la imagen fundacional de partido bisagra podía ser una buena idea. Ahora sabemos que no. La ocurrencia desencadenó la convocatoria anticipada de elecciones en Madrid. Las dos encuestas que hemos conocido este fin de semana predicen que Ciudadanos no alcanzará el 5% que exige la ley para obtener representación parlamentaria y se quedará fuera de la Asamblea. ¿Pero qué pasa con el PSOE? ¿Ha salido indemne de esta perogrullada? Yo creo que no.
Manda narices que en plena pandemia, con gran parte de las competencias sanitarias transferidas a las Comunidades Autónomas, el Gobierno de España lidere una ofensiva para entorpecer el normal funcionamiento administrativo de tres de ellas. A la moción de censura en Murcia, pensada para cambiar de caballo en mitad del río, les siguieron con idéntico propósito las de Madrid y Castilla y León. No creo que el PSOE saque nada en limpio de esas maniobras oportunistas que priorizan los intereses partidistas por encima de la salud de los ciudadanos. Redondo no hará más popular a Sánchez con ese tipo de campañas de imagen.
Además de desdoro estético, la maniobra social-centrista arroja sobre la cara de sus promotores algunos baldones más. Para empezar, el de la torpeza. Después de todo, Murcia sigue en manos del PP. Todo este lío, para nada. El asalto al fortín de la derecha ha terminado convirtiéndose, por la ineptitud de los asaltantes, en un espectáculo grotesco de consecuencias inesperadas. La estratagema del doctor Bacterio no solo no debilita al PP, sino que además le brinda la oportunidad de apuntarse una victoria salvífica. Justo en el momento en el que peor estaba, fané por el cataclismo electoral en Cataluña y descangallado por la progresiva vampirización de Vox, las urnas madrileñas acuden en su socorro. Podrá discutirse después si el éxito abrumador de Díaz Ayuso —que hasta en Ferraz dan por descontado— es bueno o malo para el liderazgo de Pablo Casado, pero, de momento, los de Génova podrán decir que su deflación demoscópica ha experimentado un drástico cambio de tendencia y que el crecimiento de Vox a costa de su granero de votos se ha ralentizado notablemente.
Las encuestas que vamos conociendo estos días no pueden ser más concluyentes. Casi la mitad (el 48,2%) de los votantes madrileños, incluyendo a los de Vox y Ciudadanos, quieren que Ayuso gane las elecciones. En el caso de Rocío Monasterio el porcentaje se sitúa en el 3,1%. Y en el de Ignacio Aguado, en el 2,9%. Está claro que el voto útil va a convertir a la candidata del PP en la nueva heroína del centro-derecha. Y no solo eso. También va a convertir a Ciudadanos en un despojo electoral incapaz —por raquítico— de saciar el estómago de los buitres que merodean su cadáver. Si lo que querían los alquimistas de Moncloa era fortalecer al partido de Arrimadas, el tiro les ha salido por la culata. Para colmo, Iglesias ha tomado nota del intento de Sánchez de acercarse al centro y ya le ha advertido a través de la prensa (el esperado encuentro entre ambos sigue sin producirse) que no está dispuesto a consentirlo. A perro flaco, todo son pulgas.
Ahora, la gran esperanza de Ferraz es que Ayuso se quede lo bastante lejos de la mayoría absoluta como para que Vox le exija, a cambio de su apoyo, varios asientos en el Gobierno regional. De ese modo Casado tendrá que comerse el discurso que puso en circulación tras la moción de censura de Abascal y ellos podrán decir que la derecha y la extrema derecha son la misma cosa. Yo creo que ese es el meollo de la cuestión. Puede que el mensaje del miedo surta efecto en un sector de la población y que entorpezca el crecimiento del PP en el resto de España. Pero es una pistola de una sola bala. Si el experimento del nuevo gobierno madrileño sale bien y los ciudadanos comprueban que nadie sale de noche de la Casa de Correos para comerse crudos a los demócratas, al espantajo sanchista le pasará lo mismo que al dóberman felipista de 1996. Cuatro años después Aznar ganó por mayoría absoluta.