Nada más llegar a la plaza del Duomo se me acercaron unos hinchas del Madrid, en franca minoría, y me dijeron que acababan de ver a varios espías de Podemos tomando notas del ambiente que precede al sorpasso. Miré a mi alrededor a ver si los veía y me dije a mí mismo que si pudiera les diría que la almendra del secreto que andaban buscando era la liturgia de la visibilidad. Los del Atleti tenían tanta prisa por arrebatarle al Madrid la hegemonía en la Champions que afloraban como setas rojiblancas por las calles de Milán. Por cada merengón había cinco colchoneros.
La UEFA había instalado su carpa frente al palacio de los Sforza. Los déspotas siempre buscan las huellas de sus antecesores. A Galeazo Sforza lo asesinaron los milaneses del siglo XV por caprichoso. A Platini y a Villar deberían defenestrarles los aficionados al fútbol por la misma razón. En el campo mandan a los aficionados a los fondos del graderío y ellos se quedan con las tribunas de postín para pagar con favores la continuidad de su tiranía. Milán fabricó a los condottieri y luego los devoró.
Un dragón con forma de serpiente se traga a un niño: ese es el motivo del escudo milanés. La lección subliminal que anida tras él es que en esa ciudad la falta de madurez se puede pagar con la vida. Por eso era un mal presagio que los del Atleti, como niños ansiosos por cobrar la recompensa del título que tantas veces han pedido a los Reyes Magos, se pasearan por la ciudad con tanta prisa por abrazar el trofeo.
A los de Podemos les puede pasar lo mismo. En esta metáfora, Podemos es el Atleti y el PSOE es el Madrid. Maldita equivalencia. A unos les hierve la sangre y, como el Cholo, parecen enchufados a una misteriosa toma de corriente de alto voltaje que, de vez en cuando, les provoca espasmos y convulsiones eléctricas. A los otros, el peso de la historia les aplatana el entusiasmo y les confiere esa suerte de pachorra cínica del que teme aplastar al adversario si se cae del escalafón. Si a Podemos le pierde la tendencia a apresurar la liturgia del adviento, al PSOE le pierde la pesadez de su tonelaje y la consiguiente dificultad para agilizar los cambios de rumbo.
El Madrid estuvo a punto de perder la undécima por culpa de esa rémora. Marcó pronto y creyó que le bastaría su inmensidad para mantener al Atleti en el grado de estolidez que habían acreditado sus jugadores durante los primeros 15 minutos del partido. Pronto se vio que el Madrid tiene demasiada buena opinión de sí mismo y que cree que todo sabe hacerlo bien. No es cierto. El Madrid medroso que para no perder el orden en el campo planta a sus jugadores como si fueran juncos impávidos, exonerándoles de la obligación de desmarcarse, de moverse con rapidez y de correr riesgos –las credenciales que le hicieron gigantesco a mis ojos de niño–, es un Madrid a merced del hambre del contrario, un funambulista con el centro de gravedad demasiado alto.
Ya no vivimos tiempos de respetos reverenciales. Por eso el PSOE está como está, a punto de dar las llaves de la fortaleza de la izquierda a los cachorros que echaron los dientes en la facultad de Políticas de la Complutense. Por eso mismo estuvo el Madrid a punto de rendir su pendón de Rey de Europa a manos de los indios que llevan un par de años asediando las empalizadas del fuerte.
El fútbol no entiende de nada que no sea fútbol. Los patanes de la UEFA habían puesto el escenario de sus conciertos frente al Duomo. Pero los hinchas que atiborraban la plaza, el viernes por la tarde, ni ocupaban los reclinatorios imaginarios que miran a la fachada de la catedral más grande de Europa ni se apiñaban frente al espectáculo acústico que profanaba la atmósfera barroca y casi sagrada del recinto. Unos cuantos descamisados (imposible saber si eran del Madrid o del Atleti porque sus torsos estaban desnudos) habían pintado un rectángulo en el suelo y disputaban un partidillo de seis contra seis ante la atenta mirada de cientos de espectadores que respetaban religiosamente los límites de tiza del terreno improvisado.
El fútbol es así. Un espectáculo imbatible. Y cruento. A pocos metros de allí, en el santuario de San Bernardino, miles de huesos y calaveras, ordenadamente distribuidos por las paredes, recordaban la dureza de la derrota. Ninguna de las dos aficiones, sin embargo, se identificaba con ese destino. Todos estaban seguros de ganar. Los del Madrid, porque la experiencia de perder una final de Champions es desconocida para los menores de 35 años. Los del Atleti, porque estaban convencidos de que el fútbol se lo debía después de dos finales perdidas en el tiempo de descuento y que la justicia poética paga sus deudas. Pero la Champions no es un premio literario que otorga un jurado bizcochable con criterios de género, edad o nacionalidad. La Champions, como las guerras, las ganan los ejércitos curtidos que saben embridar la prisa y mantener la sangre fría.
El Atleti tenía demasiada prisa para casi todo. Sus seguidores desplegaron la pancarta mural de ánimo a sus valores cuando aún estaba empezando la ceremonia inaugural del partido. Con la visión del campo tapada por la tela, los hinchas colchoneros no pudieron ver a Alicia Keys rodeada de bailarines vestidos de burbujas de champán, ni a los cañones del atrezzo escupiendo fuego y confetis antes de que Andrea Bocelli cantara el himno de la competición. Los madridistas, en cambio, aguardaron al momento justo para extender su sábana gigante sin privar a nadie del espectáculo musical. La experiencia es un grado.
A los del Atleti les falta paciencia. Y eso que los organizadores les hicieron bajarse del metro, camino del estadio, en la estación de Lotto, cuyo nombre evoca al de la flor asociada a la reflexión y a la delicadeza. El cholismo no se dio por aludido y fue a lo suyo con más entusiasmo que cabeza. El resultado fue que en el minuto 15 ya estaban palmando. Y hubieran palmado definitivamente –insisto– si el Madrid no hubiera dejado de ser el Madrid después de marcar el gol.
Los peores males de la política española se adueñaron de San Siro tras el 1-0 de Ramos. El que ganaba decidió, en plan Rajoy, que no había que hacer nada más para llevarse el encuentro. Y el que perdía, en plan Sánchez, era tan inofensivo como un arma de fogueo. Ni siquiera acertó con el penalti que, desde mi posición, en la otra parte del campo, me pareció un tributo arbitral al prurito romántico y estúpido de penalizar al más fuerte.
Estaba cada vez más claro que el sorpasso no iba a depender de la capacidad del aspirante para provocarlo, sino de la debilidad del primogénito para evitarlo. El empate llegó por la absurda decisión madridista de irse atrás a amurallar su área con sillares de cartón piedra. El Madrid no es fuerte en el foso de los cocodrilos, sino a campo abierto, extramuros, donde las batallas se ganan o se pierden con gloria.
La undécima llega por la vía ramplona de los penaltis para recordarle al Madrid (que tomen nota PP y PSOE) que lleva demasiado tiempo sin hacer méritos suficientes y al Atleti que las victorias no las otorga la predestinación sino la madurez y la capacidad de pegada. Es verdad: el Madrid no mereció ganar, pero aun así tuvo más ocasiones de gol y más serenidad en el momento decisivo. Los agujeros en la columna romana de la basílica de San Ambrosio no eran los cuernos de un casco vikingo, sino los del demonio después de la pelea con el patrón de Milán.
A pesar de todo, los fantasmas de la final siguen sueltos. Los de la maldición atlética por razones que no es preciso –ni caritativo– explicar. Y los del Madrid, porque sigue sin ganar en San Siro. Los penaltis no cuentan en la estadística oficial.
El sorpasso planeó por Milán pero capotó por impaciencia. Los espías de Iglesias tal vez hayan aprendido la lección. No sólo hace falta querer, también hace falta que llegue su hora.