Esto no hay quien lo entienda. Resulta que el terrorismo yihadista está con el kalashnikov en ristre apuntando a todo lo que se mueve mientras todo lo que se mueve -es decir, el mundo amenazado- anda como pollo sin cabeza buscando a alguien que lo defienda, y cuando hay uno que le echa un par de narices yendo a la zona del conflicto ("le temo más a los mosquitos que a las amenazas terroristas", dijo nada más aterrizar en Nairobi), como va de blanco, es argentino y no tiene cazabombarderos, le ponemos a caer de un burro. Ya sé que defender al Papa se está convirtiendo en un deporte de riesgo -a veces él no lo pone fácil- y que este artículo me va a costar más de un disgusto con alguno de mis amigos -y no te cuento con mis enemigos-, pero prefiero razonar antes que rebuznar. O, por lo menos, intentarlo.
Lo que yo veo es que nadie nos dice con claridad qué hay que hacer para encarar el problema. Se nos pide que marchemos al ritmo de la Marsellesa, pero no se sabe muy bien ni en dirección a dónde ni detrás de quién ¿De USA, de la OTAN, de la ONU, de la UE? Mucha sigla y pocas nueces. USA, al otro lado del Atlántico, está de perfil pasando factura a quienes se resistieron a ayudarle después del 11-S. La OTAN está más pendiente de que los rusos y los turcos no acaben a bombazo limpio que de sentirse implicada en la resolución del conflicto. Los de la ONU miran el artesonado del techo y silban El Puente Sobre el Río Kwai. En la UE coexisten tantas opiniones -y casi todas distintas- como miembros hay en el club europeo. Y en España no sólo no hemos decidido ni cómo ni cuándo vamos a mojarnos, sino que además seguimos sin saber cuál es el procedimiento para decidirlo. ¿Hay que esperar a que Francia lo pida? ¿Hay que elaborar un plan conjunto aprobado por los 28 y después adjudicarle a cada uno el encargo que le corresponda? ¿Hay que dejarlo en veremos hasta que pasen las elecciones? ¿Se puede discutir en la Diputación Permanente? Es evidente que ni Rajoy ni Sánchez se aclaran.
El mundo está despistado y dividido. En lo único en que parece haber acuerdo es en la necesidad de atacar la raíz del problema. ¿Pero cuál es? ¿Sólo el Estado Islámico? ¿La invasión de las zonas de Irak y Siria que están controladas por el califa al-Baghdadi acabaría de una vez por todas con el terrorismo yihadista? Ni siquiera estamos seguros de eso (aunque yo creo que ayudaría mucho, la verdad). Por triste que parezca aún no hemos acabado de ponernos de acuerdo a la hora de identificar el verdadero rostro del enemigo. Para algunos, el terrorismo yihadista no es más que un fenómeno de fanatismo religioso empeñado en continuar, por otros medios, con el expansionismo islámico que comenzó en tiempos de Mahoma. Para otros sólo es una respuesta equivocada a ese intolerable imperialismo occidental que defiende el Estado de Israel, interviene en el mundo musulmán, apoya a gobiernos árabes corruptos y presume de la supremacía de su código de valores. Para los primeros estamos ante un choque de civilizaciones equiparable al que enfrentó, durante la guerra fría, a Occidente con el bloque soviético y la única solución que nos queda es el empleo de la fuerza. Para los segundos no hay más salida razonable que la inacción porque fomentar las relaciones económicas con el mundo islámico potenciaría la fatídica globalización, intervenir en misiones de paz o apoyar a los gobiernos musulmanes moderados sería un imperdonable gesto imperialista y criticar la carga reaccionaria del islamismo radical supondría un estúpido ejercicio de superioridad moral.
Es verdad que en el terrorismo yihadista hay algo de esas posiciones. Pero eso no es todo. Tiene que haber algo más. Bastante más. Porque si llegáramos a la conclusión de que el Islam y Occidente son incompatibles -y por lo tanto que estamos abocados a un choque global entre ambas civilizaciones- estaríamos dándole la razón al terrorismo yihadista. Cada vez hay mayor consenso en torno a la idea de que el problema de fondo tiene su origen en la división de las propias sociedades musulmanas. Y tiene sentido que sea así.
Las sociedades islámicas han dado muy pocos motivos, aparte del petróleo, para que sus miembros se sientan satisfechos de lo que han conseguido. El nivel de vida de la mayoría de su población es mediocre. Sus tasas de crecimiento no han superado, de promedio, el uno por ciento. Su relevancia científica, tecnológica, cultural o deportiva es insignificante. Las generaciones jóvenes, por razones económicas y demográficas, encuentran graves dificultades para acceder a un puesto de trabajo que colme sus aspiraciones vitales. Y no sólo viven frustrados en lo material. También en lo espiritual: se sienten depositarios de la única verdad religiosa pero ven que los grandes triunfadores del mundo contemporáneo son los herederos del cristianismo. Tienen nostalgia de un pasado glorioso. Y, naturalmente, en ese caldo de cultivo prende como la yesca un discurso de reafirmación de su identidad, desdibujada por la satánica contaminación de los infieles. Muchos musulmanes tienen miedo de que nuestra doble influencia -económica y cultural- ponga en riesgo sus principios religiosos y los fundamentos de su vida social. La modernización ha llevado a esas sociedades una cierta libertad de costumbres -sobre todo, la emancipación femenina- que les obliga a readaptar sus sistemas de valores y sus pautas de comportamiento tradicionales de un modo que muchos identifican como un foco de corrupción moral.
Lo que los yihadistas están haciendo, y desgraciadamente con bastante eficacia, es aprovecharse de ese magma de pobreza, frustración, miedo, nostalgia y desvarío ético para restablecer las certidumbres atávicas mediante el recurso a la violencia.
Si aceptáramos que este diagnóstico es básicamente correcto (y son tipos mucho más listos que yo quienes lo defienden), ¿qué tiene de censurable que el líder religioso más importante del mundo libre vaya a Kenia, donde los yihadistas de Al Shabab acribillan a tantos cruzados como pueden (en la universidad de Garissa mataron a 150 cristianos en el mes de abril) y le diga a la cara a sus dirigentes -y de paso a todos gobernantes africanos- que deben "preocuparse verdaderamente por las necesidades de los pobres, las aspiraciones de los jóvenes y una justa distribución de los recursos naturales y humanos". Es en ese contexto donde adquiere sentido la frase tan controvertida que pronunció en la residencia del presidente Uhuru Kenyatta: "la experiencia demuestra que la violencia, los conflictos y el terrorismo que se alimentan del miedo, la desconfianza y la desesperación nacen de la pobreza y la frustración". ¿Acaso no es la verdad?