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Luis Herrero

El mascarón asustado

Una reconstrucción de arriba abajo después del 20-D es la única manera de evitar que sobrevenga, antes de un año, la declaración de siniestro total.

Rajoy no camina, desfila. Es tan rígido de cintura para arriba que parece un gigante de poliéster que lleva en el mascarón la seña del susto. La vida le ha dado varios. A los 24 años, con el título de registrador de la propiedad recién guardado en el bolsillo, empotró su Seat 127 en un barranco de Palas de Rei, cerca de Lugo, y estuvo a punto de perder la vida. Salió a la carretera por su propio pie, paró a un coche para que lo llevara al hospital, le pidió al cirujano que le cosiera las heridas y tapó los costurones con la barba que se dejó crecer desde aquel mismo día. Pero las cicatrices del miedo le asomaron a los ojos y aún siguen ahí, treinta y cinco años después, como lámparas votivas que le recuerdan que la supervivencia -la biológica y la política- penden de un hilo. Con cara de cartón y mirada de víctima propiciatoria ha sobrevivido después a todo esto: la antipatía de Fraga, la hecatombe del manchismo, la refundación del PP, las emboscadas aznaricidas de Mario Conde, la gestión de cinco ministerios, la guerra sucesoria con Rodrigo Rato y Jaime Mayor, un accidente de helicóptero en Móstoles, dos derrotas electorales, el Congreso cainita de Valencia y la herencia envenenada de Zapatero. Y en todos los casos su estrategia ha sido siempre la misma: dejarse llevar por el destino. En un artículo publicado en El Faro de Vigo en 1983, escribió: "El hombre, en cierta manera, nace predestinado para ser lo que debe ser". Todo es cuestión de estirpe y de suerte.

En 2004 se instaló en su ánimo que hubiera ganado las elecciones si no se hubiera producido el atentado del 11-M. No quiso mirar más hondo. Dio por hecho que la gente se había movilizado a última hora, bajo el shock anímico del atentado, y que había acudido a votar al PSOE in artículo mortis. Rajoy pensó que, cuatro años después, esa numerosa porción del electorado se quedaría en su casa y que ganaría las elecciones por muerte dulce, sin necesidad de hacer nada especial, gracias a la abstención de esa parte de la izquierda que no suele votar y que, si lo hizo en 2004, fue por causas excepcionales. Pero se equivocó. El índice de participación, en 2008, fue más o menos el mismo y él volvió a perder por un porcentaje muy similar. Fue su primer traspié de envergadura. Un duro revés del destino. La cara que se le puso al finalizar el escrutinio fue todo un poema. No lo esperaba. Ese es el problema básico de Rajoy: su incapacidad para escuchar el ruido de la calle cuando las cosas van mal. Vive en una burbuja, con información retro alimentada por su camarilla, en un mundo chato donde sobreabundan la falta de autocrítica, la inacción, la demanda de adhesión inquebrantable y una pavorosa anemia intelectual que no sólo impide el debate interno sino que, además, lo penaliza severamente.

Rajoy ha convertido al PP en un reflejo de esa burbuja. Ya no es un partido, sólo es un coro de sí señores que se limita a jalear la voluntad caprichosa de su jefe. Tanto es así que le ha llevado en volandas, de ovación en ovación, hacia el borde del precipicio. En el camino se ha ido quedando la fortaleza de su oferta programática. Los electores ya no saben si el PP es un partido que está a favor de la vida, si es el mismo que ilegalizó a Batasuna, si garantiza la continuidad histórica de España, si es una herramienta útil para fortalecer a las clases medias o si defiende los valores constitucionales. Ha perdido su ADN. Vive en la inhibición y la no política. Ha perdido casi todo el poder territorial que atesoraba y en lugares como Cataluña ha quedado relegado a una posición de absoluta irrelevancia. En vísperas de las elecciones más trascendentes desde 1977 lo fía todo al voto del miedo y a la eficacia del discurso único de la mejoría económica.

Rajoy pasará a la historia, sin duda, como el peor líder de la derecha de la historia democrática reciente. Pero, a la vez, el PP lo hará como una fuerza política que fue incapaz de rebelarse ante la mediocridad y la apatía del caudillo que les condujo por las primeras rampas del siglo XXI. El domingo que viene puede pasar casi cualquier cosa, menos que Rajoy -gracias a Dios- renueve el salvoconducto para hacer con nosotros lo que le de la gana. Eso no da ningún miedo. Lo aterrador sería que aún aspirara a renovar un mandato como el que obtuvo hace cuatro años, cuando los españoles se abrazaron a él, huyendo del horripilante Zapatero, sin saber que se echaban en brazos de alguien que aún era peor.

Si el PP no es la fuerza más votada (una hipótesis que casi nadie contempla) Rajoy ni siquiera tendrá vida suplementaria para dirigir la apertura en canal del proceso de renovación del partido. Si gana pero no gobierna tratará de utilizar el rol de víctima de un pacto de perdedores para teledirigir la renovación del PP en beneficio de sus secuaces. Y si gana y gobierna, que es la hipótesis que me quita el sueño, pasarán dos cosas terribles: la primera, que tendremos al frente del Gobierno más inestable jamás conocido desde 1977, el de menos apoyos parlamentarios, al piloto menos dotado para las travesías turbulentas. Si con la mayor cuota de poder -nacional y territorial- que ha tenido nunca un presidente del Gobierno ha terminado convirtiendo la legislatura en un pandemónium de fracasos electorales, desafíos constitucionales, corrupciones variadas, partidos emergentes y brotes anti sistema, ¿qué ocurriría si tuviera que bandearse por en territorio sembrado de minas? Pero, además, pasará otra cosa casi igual de mala: el PP frenará su proceso de catarsis y dejará con vida las células cancerígenas que le han convertido en el club de borregos domésticos enfilados hacia el matadero en que se ha convertido sin saberlo. O a lo peor, sabiéndolo. Si tal cosa sucede, la cita con el desguace a corto plazo será inevitable. Una reconstrucción de arriba abajo después del 20-D es la única manera de evitar que sobrevenga, antes de un año, la declaración de siniestro total.

A los indecisos, si es verdad que habitan colonias tan pobladas del censo como dicen las encuestas, les recomiendo vivamente que lean el último libro de Federico Jiménez Losantos. No hay nada como analizar cada paso de la trayectoria de un astro desde su irrupción en el firmamento para poder predecir su punto de destino. Repasando los años perdidos del político que comenzó teniéndoselas tiesas con Fraga y acabó convirtiendo en eunuco a quien desafiara su autoridad plenipotenciaria podremos vislumbrar los años que aún nos aguardan si no nos deshacemos de él. Las urnas animan a las decapitaciones incruentas. Se inventaron justo para eso.

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