La política es muy rara. Veníamos de una derrota del PSOE hacia posiciones más templadas. Las negociaciones con el PP para renovar el CGPJ había abierto una vía de aproximación entre ellos. Batet se dirigió a Casado, el 23-F, como “jefe de la Oposición” y Sánchez le invitó a la comida posterior con el Rey. Días antes, en la primera sesión de control tras la debacle catalana, ya le había perdonado la vida pasando de puntillas, sin regodeos de ninguna clase, por el fiasco electoral.
Mientras tanto, en el territorio de la izquierda, daba la impresión de que la hostilidad de Podemos había llevado la relación entre los socios de Gobierno a un punto de ruptura. Iglesias llevaba semanas exhibiendo un enfado monumental con los socialistas. Se imponía la imperiosa necesidad de que Sánchez se sentara a hablar con él para deshacer el lío. Pero el encuentro no se producía y su demora aún amplificaba más el eco de la riña.
Con ese paisaje de fondo se llegó al acto parlamentario del 23-F. Ese martes, el caudillo podemita exteriorizó su enojo con más claridad que nunca. Comparó a Juan Carlos I con el rapero Hasel, desairó a Felipe VI negándole la cortesía de un aplauso protocolario y cargó de nuevo contra la Monarquía y el Régimen del 78. Parecía empeñado en sofocar el incendio con gasolina.
Y entonces, oh sorpresa, se obró el milagro.
Solo horas después del desahogo dialéctico del vicepresidente, y sin que se sepa por qué, Sánchez arrimó a sus labios la pipa de la paz y empezó a succionarla con entusiasmo: “Esta pandemia —dijo— nos ha obligado a hacer muchas cosas con premura y determinación. Y quisiera en este punto reconocer la labor de todos los ministros y ministras del Gobierno de España, tanto del grupo socialista como de Unidas Podemos”. Sus palabras arrancaron una cerrada ovación en las dos bancadas implicadas en el armisticio. Sánchez había decretado el fin de las hostilidades e Iglesias secundó la iniciativa.
Minutos después, los periodistas con hilo directo en Moncloa fueron informados —extraoficialmente— de que el PSOE iba a permitir que el partido de Iglesias colocara a dos vocales afines en el CGPJ. Y aún más: empezó a darse por seguro que ERC y PNV suscribirían al pacto a cambio de poder elegir también a un representante cada uno. Sánchez no solo estaba dispuesto a restañar las heridas del enfrentamiento con los podemitas. Pretendía congraciarse con todos los miembros del club frankenstiniano que le aupó a La Moncloa.
El porqué de ese súbito viraje a la izquierda, después del coqueteo con la derecha, sigue siendo un misterio. Algunos creíamos que los socialistas iban a aprovechar el desastre electoral de PP y Ciudadanos en Cataluña para moverse hacia el centro —lo que exigía marcar distancias con sus socios de investidura—, pero el giro inesperado de Sánchez volvió a dejarnos por tontos.
Desde el momento en que el enfado sanchista con Podemos se trocó en un enjambre de requiebros amorosos, todas las miradas se volvieron hacia Génova. ¿Qué iba a hacer Pablo Casado? ¿Seguiría dispuesto, en vista del nuevo panorama, a acabar con el bloqueo institucional de los últimos dos años? El líder del PP había anunciado a pleno pulmón que solo se sentaría a negociar con el PSOE si éste se comprometía a dejar a Podemos fuera del CGPJ y a modificar el sistema de elección de sus 20 vocales. ¿Iba a tragarse sus palabras? ¿Daría por bueno el cambalache a la vieja usanza aunque eso le dejara a los pies de los caballos?
Mientras deshojábamos la margarita se produjo, el jueves 25, una noticia sorprendente. El PP había pactado con socialistas, podemitas y peneuvistas la composición del Consejo de Administración de RTVE. En la lista de los nuevos consejeros aparecían, entre otros, los nombres del director de Mundo Obrero, del secretario de comunicación de CCOO en Prado del Rey y del director del diario Deia. ¿Cómo había que interpretar ese nuevo bandazo hacia el reparto de cromos? ¿Significaba que los populares renunciaban a exigir las tres condiciones previas que habían impuesto para sentarse a negociar la renovación del CGPJ? ¿Tenía salgún entido que lo que consideraban perverso para el órgano de gobierno de los jueces (presencia podemita y politización de los nombramientos) fuera admisible en el órgano rector de la televisión pública? ¿Se habían echado el PP en brazos del PSOE a cambio de nada?
La respuesta llegó a la una menos cuarto de la madrugada del viernes 26. A esa hora, El PP difundió una nota explicando que habían surgido “diferencias importantes que impiden alcanzar cualquier tipo de acuerdo”. El escollo, según se supo después, era la pretensión gubernamental de sentar en el consejo a Victoria Rosell, podemita militante, y a José Ricardo de Prada, ponente de la sentencia que condenó al PP por corrupción y sirvió de coartada para presentar la moción de censura que derribó a Rajoy. El asunto, desde luego, era casus belli. Génova entendió que se trataba de una pretensión inaceptable y anunció que mantendría “la coherencia en las condiciones planteadas”. “La pelota —concluía la nota del partido— está ahora en el tejado del PSOE”. Tras el regreso de Sánchez al romance con sus socios habituales, el PP había decidido interrumpir el proceso de distensión que se había puesto en marcha. La partida volvía a la casilla de salida. Pero con dos circunstancias agravantes.
Primera: Casado ha dejado un rastro pringoso plegándose a participar en la negociación televisiva. ¿Se hubiera suscrito ese pacto infame —que manda a hacer puñetas el solemne propósito de despolitizar RTVE— de haber sabido que iba a encallar el de los jueces? Lo lógico es pensar que no.
Y segunda: los dirigentes del PP quedan retratados como una panda de incautos a la que el PSOE ha engañado miserablemente. ¿Tiene sentido que Teodoro García Egea se sentara a negociar con Félix Bolaños sin tener garantías previas de que el Gobierno iba a aceptar al menos alguna de las condiciones planteadas por su partido? Si la respuesta es sí, la conclusión es que el secretario general del PP se ha comportado como un pardillo. Y si es no es que le han engañado. Entre la ingenuidad y la estulticia no hay término medio que le permita salvar la cara. Las cosas, en política, son como parecen. Y lo que parece es que el principal partido de la Oposición anda de un lado a otro como un pollo sin cabeza. Da toda la impresión de que Casado y los suyos van a la deriva.