Pocas veces el resultado de una votación parlamentaria ha reflejado mejor, como un espejo inmaculado, la imagen de un momento político concreto. 194-53-99. Detrás de esos tres guarismos se esconde el drama de la media España que no quiere dejarse avasallar por la mayoría ortopédica, hecha a retazos de socialismo rancio, populismo marxista y separatismo periférico, que llevó a La Moncloa a un yonqui del poder, sin más credo que su propia supervivencia, y que ahora contempla, atónita y desanimada, el desmantelamiento de su frente de resistencia.
Ahí van dos datos reveladores: por primera vez, las tres siglas del centro derecha —PP, Vox y Cs— toman tres caminos distintos. A la hora de hacer la guerra por su cuenta, cada uno ha elegido su propia opción: Arrimadas ha votado que sí al estado de alarma propuesto por Sánchez, Abascal ha votado que no y Casado ha decidido abstenerse. De la foto de Colón solo queda la mala conciencia. El segundo dato es este: también por primera vez, Ciudadanos y ERC votan juntos a favor de una iniciativa del Gobierno.
Si la semana pasada asistimos a la voladura de puentes entre PP y Vox, esta semana hemos podido ver con todo lujo de detalles el suicidio asistido del partido que se hizo fuerte luchando sin complejos, en tierra hostil, por la defensa del Régimen constitucional del 78. Descanse en paz, por tercera vez en lo que llevamos de restauración democrática, el proyecto de consolidar en el centro del arco parlamentario un fiel de la balanza comprometido con la idea de España. Primero fracasó Suárez, después Rosa Díez y más tarde Albert Rivera. Arrimadas no es más que la enterradora del proyecto que a su antecesor le explotó en las manos.
Ciudadanos lo tenía muy difícil, es verdad. Desde que Rivera malogró la oportunidad de evitar el desembarco de Podemos en el Gobierno de Sánchez, ofuscado por su propia ambición de convertirse en el rey del mambo, su partido dejó de percibirse como una herramienta útil en la vida política. Tras la debacle electoral, que redujo a diez escaños su arsenal parlamentario, y la posterior consumación del pacto social-comunista, poco podía hacer para demostrar su influencia. Tenía que bailar un chotis en un ladrillo.
Solo le quedaban dos bazas en la mano: defender los principios liberales, huérfanos de apóstoles en el Congreso de los Diputados, y condicionar para bien los Presupuestos Generales del Estado en el caso de que ERC se negara a hacer causa común con la mayoría Frankenstein. Si las circunstancias le permitían presumir de que gracias a ella no iba a haber subida de impuestos ni despilfarro insensato, Arrimadas aún podría vender que su partido servía para algo. Pero esta semana esas dos bazas se han ido al garete.
Conocidas las líneas básicas de la política presupuestaria alumbrada al alimón por Sánchez e Iglesias —que contemplan un incremento descomunal del gasto público, como no ha habido otro en la historia reciente de nuestro país, y no pocas subidas fiscales—, Ciudadanos no solo no ha torcido el gesto sino que ha mostrado su disposición a sentarse a negociarlos. La contundente demanda de una rebaja fiscal, tantas veces defendida por la lideresa centrista, ha dado paso a un conformismo complaciente con un incremento que califica de moderado. Es verdad que aún pueden pasar muchas cosas durante la tramitación parlamentaria, pero su saludo inicial a las cuentas de Montero no puede ser más decepcionante.
Donde no hay margen para el beneficio de la duda es en la postura que ha fijado Ciudadanos frente al estado de alarma propuesto por el Gobierno. Que Edmundo Bal, uno de los buenos juristas que hay en España, y hasta hace poco detractor de los atajos jurídicos que supusieran recortes a los derechos fundamentales de los ciudadanos, haya apoyado la instauración de seis meses de excepcionalidad garantista sin control parlamentario es un contradiós que deja los principios liberales que decía defender a la altura del betún.
Queda claro que Ciudadanos ya no defiende principios, sino movimientos tácticos que le permitan abrirse un espacio a la vera del PSOE para ver si se convierte en el coche escoba de los votos socialistas disgustados por la deriva radical de Pedro Sánchez. Su nueva localización geopolítica le sitúa fuera del bloque de centro derecha, a donde llegó para rebañar el desencanto de los votantes de Rajoy, y le convierte en un satélite de órbita errante. Y, para su desgracia, descendente. El rosario de dimisiones del que dan cuenta a diario los medios de información marcan un rastro de miguitas de pan que conduce al camposanto. Fue bonito mientras duró.