La prueba evidente de que no hemos mejorado mucho en transparencia, una de las promesas que traían debajo del brazo los supuestos extintores de los malos hábitos instalados por la vieja casta en la vida política, es que aún no sabemos cuándo se van a ver las caras Pedro Sánchez y Pablo Iglesias. Se supone que en algún momento de esta semana. Eso nos dijeron. Hemos pasado de la promesa de negociaciones televisadas a un estúpido juego de secretismo pueril que convierte a los actores en remedos de magos. Ahora no me ves, ahora me ves. Ese juego de ilusionismo suena a preludio de un último truco. Predispone al público a creer que, en el momento de máxima expectación, de la chistera aparecerá un pacto en vez de un conejo. Ahora no hay pacto, pero ¡hale-op!, ahora aparece por arte de birlibirloque.
El problema es que la magia no existe y que sobre el escenario hay dos ilusionistas que persiguen cosas distintas. Sánchez pretende desalojar al PP con la complicidad de Ciudadanos y la abstención de Podemos. Iglesias puede, pero no quiere. Lo que pretende Iglesias es desalojar al PP con la complicidad del PSOE y la abstención de Ciudadanos. Y aunque Sánchez quisiera -que no se sabe-, no puede. La diferencia entre ambos está justamente ahí: en que uno puede pero no quiere atender la demanda del otro y el otro, aun queriendo, no puede atender la demanda del uno. Así que o alguno de los dos rinde el juicio o el público se queda sin el juego de magia.
Ya sabemos por qué Sánchez no puede acceder a la demanda de Iglesias. Primero, porque los empresarios de su compañía teatral no le dejan. Y quien dice empresarios, dice barones. O baronesa. Y segundo porque su público no aplaude esa clase de trucos. La política de esquinarse más de lo razonable, de buscar complicidades con fuerzas centrífugas o de abjurar de la idea nacional le ha costado muchos pateos en la platea. El PSOE viene perdiendo el voto centrista de manera constante desde que Zapatero puso el partido patas arriba, en 2008, y esa sangría de deserciones ya no se ve compensada por la llegada de apoyos nacionalistas o izquierdistas. El nacionalismo y la izquierda ya tienen su proyecto propio. Los socialistas han dejado de ser los depositarios del voto útil.
Si Sánchez cayera en la tentación de aceptar el abrazo que le brinda Iglesias, el voto moderado se iría a Ciudadanos y el más ideologizado buscaría el amparo de la fuente original. Las lumbreras del partido llevan dos lustros con los punteros sobre las pizarras señalando el motivo de la anemia que puede llevarles a la UVI. De los dos millones de votos que emigraron al PP entre 2008 y 2011, el PSOE sólo pudo recuperar 318.000 en 2016, menos de los que decidieron apostar por Ciudadanos: 386.000. Añádase a esa deserción del voto centrista la fuga del millón y medio de votantes que el 20D decidieron escoltar la galopada de Podemos y quedará completado el cuadro clínico de un paciente que se muere a chorros por las heridas abiertas en ambos costados.
Lo que no sabemos, en cambio -al menos yo- es por qué no quiere acceder Iglesias a la propuesta de Sánchez. Al principio creía que era por el propicio pronóstico que le otorgaban las encuestas en caso de que hubiera que repetir las elecciones. Durante el primer mes de este trimestre de indigestión electoral parecía que los de Iglesias seguían creciendo y que acariciaban con la yema de los dedos la posibilidad del sorpasso. No tenían nada que perder tensando la cuerda: o conseguían el anhelado botín de la vicepresidencia, los seis ministerios, el control del CNI, el mando sobre la policía y la ocupación de los órganos de propaganda del Gobierno, o provocaban una nueva votación que mandaba a los socialistas al ostracismo de la insignificancia y les garantizaba a ellos, en el peor de los casos, la hegemonía de la oposición.
Pero el augurio ya no es el que era. Desde hace dos meses, las vísceras de todas las ocas sacrificadas por los chamanes de las encuestas dicen que Podemos ha entrado en un picado peligroso. No sube el PSOE, pero ellos se despeñan en beneficio de Rivera. Así que la machada de convocar otra vez a los ciudadanos a las urnas ha dejado de ser una apuesta razonable. Si además tenemos en cuenta que casi la mitad de sus votantes (el 43%, según Metroscopia) considera que Iglesias debería haber permitido, al menos con su abstención, un nuevo Gobierno encabezado por Sánchez, el empecinamiento en su apuesta del todo o nada se entiende regular. El tiro puede salirle por la culata.
Iglesias, de momento, ha depurado a los más pragmáticos, agrupados en torno a Errejón, y ha buscado la complicidad de los más intransigentes. El mensaje que le envía a Sánchez, en vísperas de su entrevista, no puede ser más provocativo. Más líder que nunca, respaldado por las palmaditas de la unanimidad interna una vez que se han sofocado las voces críticas, acude al encuentro con la misma cantinela que Rajoy bailándole en los labios: "No me rendiré jamás".
Sólo se me ocurren tres explicaciones: o cree que puede convencer a Sánchez para que haga lo que no puede hacer sin abrir la caja de los truenos -y las decapitaciones- en el PSOE, o aguarda hasta el último minuto antes de dar su brazo a torcer o de verdad está dispuesto a mantenerse en sus trece aunque eso le cueste jugarse el tipo en una nueva refriega electoral. La primera es ingenua porque pedirle a alguien lo que no te puede dar es lo más parecido a creer en la magia y la segunda es incongruente porque cuanto más se ahonda en un compromiso más difícil es salir indemne de su incumplimiento. Así que, por exclusión, lo más plausible es pensar que a Iglesias la que le ronda por la cabeza es la tercera.
Le cuadra: nada le gustaría más que poder demostrar que todos se equivocan menos él. Tal vez quisiera reencarnarse en Custer para poder demostrar que lo de Little Bighorn pudo acabar en victoria. Si se equivoca, el riesgo del Frente Popular se habrá diluido por una larga temporada. Miel sobre hojuelas.