La convención del PP, una vez que supimos que no iba a servir de trompetería para el anuncio de los candidatos de mayo, presentaba el único aliciente de ver fundidos en el mismo abrazo a Aznar y a Rajoy, al padre y al hijo, al genuino y al postizo, al purista y al contemporizador. ¿Iban a abrazarse ante los fotógrafos o a combatir ante la concurrencia? Visto lo visto hicieron ambas cosas. Pero fueron más sinceros en el combate que en el saludo. Aznar llamó al orden a los suyos y Rajoy se fumó un puro dos días después. Ni el uno ni otro hicieron algo distinto de lo que se esperaba de ellos. Así pues, combate nulo.
Aznar se fue de la presidencia Gobierno sin haber regenerado la vida política y abandonó la presidencia del partido con el mismo borrón. De hecho, su último acto como gran capitoste de Génova consistió en ungir con su dedo divino al sucesor que le dio la gana, Mariano Rajoy, dejándole a cargo del mismo poder omnímodo que él había reclamado para sí mismo. El arriolismo llegó al PP de su brazo y en materia de promesas incumplidas –recordemos por ejemplo la desclasificación de los papeles del Cesid– o de desprecio de la política en beneficio de la tecnocracia –ahí está la gestión de la crisis provocada por el Prestige– él fue un digno precursor de su heredero. Gran parte del capital político que cosechó en la legislatura de 1996 lo dilapidó en la de 2000. En 2004 el PP llegó tan tocado a las urnas, en gran parte por su culpa y nada más que por su culpa, que bastó el lío circundante al 11-M para hacerle descarrilar. Aunque ahora ya no nos acordemos, casi nadie hablaba muy bien de él, ni adversarios ni conmilitones, cuando le entregó a Zapatero las llaves de la Moncloa. Luego, con el PSOE en el poder y Rajoy en Babia, y más tarde con Rajoy en Babia y el PSOE en la oposición, su figura reverdeció entre el electorado de la derecha a fuerza de añoranzas. Rajoy le hizo bueno –otros vendrán que bueno te harán– y él le cogió gustillo a los discursos de política con mayúsculas y al rol de guardián de las esencias. Si yo hubiera estado el viernes pasado entre los asistentes a la convención, al oírle preguntar con voz tronante y admonitoria "¿dónde está el PP?" hubiera respondido para mis adentros: más o menos, donde tú lo dejaste.
Aznar, que llegó al poder porque a Felipe González le sepultó la corrupción de los suyos, no captó el mensaje que comenzaba a abrirse paso entre la gente del común: no bastaba con cambiar a corruptos por incorruptos, había que cambiar también, con tanta o más urgencia, las normas de funcionamiento que habían convertido la vida política en una máquina de volver corruptos a los incorruptos. Aznar despreció ese riesgo. Creyó con que bastaría con ser mejor persona y con rodearse de personas mejores. No sé por qué extraña razón, emparentada sin duda con la superioridad moral de la que suele hacer gala, estaba convencido de que sus huestes, capitaneadas por él, serían capaces de ser virtuosas donde las demás habían sido pecaminosas. El problema del descrédito de la política, a su juicio, no estaba en la falta de higiene democrática del sistema, sino en la fragilidad de la naturaleza humana. Y, en vez de cambiar lo que podía, se empeñó en cambiar lo que no podía. Si hoy tenemos algo claro los ciudadanos –todos menos Pablo Iglesias, que lleva camino de superar a Aznar en arrogancia moral– es que las personas no son mejores o peores en función del vecindario ideológico que habitan. Hay buenos y malos en la derecha y en la izquierda. Los políticos, creo yo, no deberían perder tanto tiempo en convencernos de que no son como sus adversarios. No se trata de ellos, se trata de sus ideas. En ese campo sí que cabe establecer jerarquías del bien. Ahí radica, precisamente, la nobleza de la actividad política. Me temo, sin embargo, que la convención del PP no ha servido a esa causa. Aznar, a pesar de su notable arenga del viernes, volvió a poner el acento en las conductas y Rajoy, siempre fiel a sí mismo, sólo pareció interesado en reivindicar su propia excelencia. Ni su plan de viaje ni la calidad de su liderazgo merecieron una sola oración subordinada de autocrítica en el discurso dominical de clausura. Él es quien nos ha sacado de la crisis, quien más ha hecho para acabar con la corrupción, quien ha defendido con más ardor la unidad de España y quien mejor garantiza la estabilidad política en el incierto futuro que se nos echa encima.
Hace unos días, haciendo limpia de papeles viejos, encontré las notas que tomé en mayo de 2006, siendo eurodiputado del PP, tras una reunión en Roma con Rajoy. El PP acababa de conseguir en la calle, yendo de puerta en puerta, la nada despreciable cifra de 3.700.000 firmas pidiendo un referéndum en toda España para someter a votación el nuevo estatuto de Cataluña. Se suponía que el colofón de aquella campaña de movilización ciudadana iba a ser la convocatoria de una gran manifestación donde Rajoy blandiría las firmas recogidas para forzar al Gobierno de ZP a frenar la voracidad independentista del Parlament. Según mis apuntes, Rajoy nos dijo lo siguiente:
No sé si convocaré la manifestación. Tengo muchas dudas y ya conocéis mi proclividad a no correr riesgos. Puede haber banderas con el aguilucho y gritos inadecuados. Además, si hacemos mucho ruido podemos movilizar al de enfrente. Y eso no nos conviene. Estamos preparados para ganar. Vamos a ganar yendo así. Con esta velocidad, ganamos. No quiero ni analistas ni comentaristas tristes. Ya no quiero más agoreros. Estoy cansado de escuchar quejas.
Han pasado nueve años y aquel Rajoy harto de las quejas y de los comentaristas tristes, temeroso de hacer ruido y con aversión al riesgo, es el mismo Rajoy de estos días que nos invita a seguir como hasta ahora.
De la convención no sale un PP más unido –al contrario, porque si algo ha quedado claro es que sus dos almas viven cada una en un polo–, ni más perfilado ideológicamente –porque el único debate interno ha sido si el aplausómetro del viernes registró más o menos decibelios que el del domingo–, ni más cerca de la victoria. Tanto es así que Rajoy parece haberle dado el papel de antagonista de su duelo electoral a Podemos, en un ejercicio de ninguneo al PSOE que no puede considerarse casual, para trasladar al centro de la escena, con nombres y apellidos –o él o Pablo Iglesias–, la encarnación teatral de su estrategia del miedo: o el PP o el caos. Aunque Arriola tuviera razón y esa invocación a huir de guatepeor para refugiarse en guatemala surtiera efecto, la cosa acabaría indefectiblemente en otro refrán: pan para hoy y hambre para mañana. El PP sigue sin enterarse –y en eso sí que fueron intercambiables los discursos de Aznar y Rajoy– de que la gente sólo volverá a ilusionarse con la política si alguien decide al fin cambiar sus caducas, rígidas y endogámicas reglas de juego. El mangoneo de los partidos en la vida pública, y el mangoneo de los líderes en la vida de los partidos, es a las urnas lo que algunos actores a la taquilla: puro veneno. Así que la disyuntiva a la que estamos abocados es así de terrible: o miedo o veneno, o Drácula o Borgia. Yo casi estoy por hacerme el muerto.