Antonio inolvidable
Antonio Herrero murió tal y como había vivido: tratando de asomarse a la superficie, de ganar altura y levantar la cabeza por encima de la adversidad.
Aún humeaban las ruinas del partido que había acumulado más parcelas de poder en la historia democrática de España. La corrupción había convertido la política en un campo de sal. Las empresas periodísticas, a través de redacciones partisanas subvencionadas con dinero público, habían generado la más burda y perversa instrumentalización informativa de la prensa europea. Jóvenes periodistas se dejaban llevar a diario al abrevadero donde se ventilaban ajustes de cuentas y batallas de poder. Proliferó una nueva raza de extraños y bufos debates televisivos que reinventaban obsesivamente la actualidad. Muchos informadores se hicieron cortesanos y los quioscos se atiborraron de propaganda.
Entre los estertores agónicos de aquel fin de ciclo, la izquierda más radical acunó el anhelo del sorpasso y la derecha emergente horadó el butrón que le daba acceso al Gobierno.
Así recuerdo la España de hace veinte años, cuando el siglo XX boqueaba su último aliento y Antonio Herrero se ahogó de repente. Ocurrió el 2 de mayo de 1998. Ahora, dos décadas después, con motivo de este doloroso aniversario, algunos amigos me han preguntado cómo estaría narrando él, si siguiera en el micrófono, la crónica de este tiempo que nos toca vivir. No hace falta imaginar la respuesta. Basta sencillamente con recordar cómo se enfrentó al desafío de su época, a la vez tan lejana y tan parecida a la actual.
Antonio fue, ante todo, un periodista valiente que jamás se puso al servicio de una causa que no estuviera dictada por su conciencia. Fue un hombre libre y luchó hasta el límite de sus fuerzas para que los demás lo fuéramos cada vez un poco más. Ese fue el proyecto, en lo personal y en lo profesional, que inspiró su vida. Y nunca lo prostituyó. Ni ante el halago de quienes se arrimaron a él por el confort de su sombra, ni ante la insidia de quienes se la tenían jurada desde el principio, ni ante las amenazas de quienes se la juraron nada más completar el trayecto que les condujo a la Moncloa. Tenía tanta hambre de libertad y de independencia que toda ración le parecía pequeña. Por eso combatió siempre en el límite mismo del exceso. En lo bueno y en lo menos bueno, pero sobre todo en lo bueno: en la entrega, en la pasión, en el ideal y en la lealtad a su jerarquía de valores.
No se rindió nunca. Ni siquiera en los instantes terribles de su último forcejeo, cuando todo el soplo de vida que cabía en sus pulmones se anegó de agua mientras buceaba en el mar de Marbella. Diga lo que diga la ciencia forense, estoy convencido de que la úlcera sangrante no fue la causa de aquel accidente, sino la consecuencia de la última batalla por sobrevivir. Antonio debió aferrarse a la vida con tanta ansiedad, incluso en el lance de la muerte, que a su cuerpo de luchador infatigable se le descosieron las costuras de las entrañas. Y ahí se acabó todo. Creo firmemente que murió tal y como había vivido: tratando de asomarse a la superficie, de ganar altura, de levantar la cabeza por encima de la adversidad en busca de bocanadas de aire que le permitieran vivir a chorros, con aquella intensidad exagerada que no he encontrado, ni antes ni después, en ningún otro ser humano.
Le echo de menos todos los días de mi vida, por mucho que su recuerdo me devuelva siempre a la exigencia de la lucha. He nacido con la innata inclinación a escurrirme del lío. Por eso era Antonio, a la vez, amigo y complementario. Nunca dejó que mi vocación por el sosiego se saliera con la suya. Cuando le miraba de reojo, honradamente convencido de que ya habíamos llegado al final de la carrera, me arrancaba con el gesto -y con el ejemplo- una zancada más. Y luego otra. Y otra después de la última. Tanto fue así que viví los últimos años a su lado con la permanente sensación de estar siempre en tiempo de prórroga. A su lado aprendí que el combate no acaba nunca.
Hace veinte años se nos prometió que el triunfo electoral del PP, cimentado sobre las cenizas de la corrupción del felipismo, traería un nuevo orden -principios y regeneración democrática- a la vida política española. Pocas cosas duelen más, a la luz del legado de Rajoy, que aquel amargo recuerdo. Los nuevos gobernantes también nos dijeron que serían capaces de aceptar con naturalidad un combate limpio entre las dos pes que más veces han acabado a tortas en la historia: política y periodismo. Demasiado bonito para ser verdad. No podía serlo. Ni siquiera me dio tiempo a decirle a Antonio -lo supe la noche antes de su muerte- que el instinto liberticida de los recién llegados había puesto precio a su cabeza. Pero no hacía falta. Él lo supo antes que nadie. Por eso murió cargado de juventud, apretando en el puño lo que fue su asignatura más querida: la dignidad.
Aquella tarde del 2 de mayo no tuvo suficiente aire en los pulmones para resistir, pero entregó su voz como una espada limpia y desnuda. Durante 25 años su voz insobornable estuvo en la calle, en las ondas, en el monte, en los quirófanos, en los desfiles, en las guerras, en los goles, en las matanzas y en la vida. Sobre todo en la vida. Así le recordaré mientras viva, aunque su recuerdo me devuelva a la fatigosa convicción de que nunca hay paz para los guerreros.
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