No sería bueno que la España de 2050 que tan alegremente proyecta Pedro Sánchez pasase al mañana de hoy, es decir, al 22 de mayo de 2021, como una guasa compartida genéricamente por todos. Bastantes cosas admirables tiene el esfuerzo del presidente por imaginar un futuro mejor –aunque, puestos a asombrarnos con golpes de efecto, más efectivo habría sido que hubiera presentado un futuro peor– como para que encima nadie esté dispuesto a reconocerle el mérito. Hasta ahora, por ejemplo, todos dábamos por hecho que, en el bello arte de alimentar rencillas, una cosa inevitable era acudir a nuestros traumas del pasado. Tanto, de hecho, que uno ya intuía que la cosa funcionaba simplemente como un mero comodín.
–Entendedme –imaginaba yo al abatido Pedro Sánchez, dirigiéndose con lástima a su equipo después de haberse visto obligado a reivindicar una vez más la figura de Largo Caballero–. La labor de los políticos consiste en polemizar. Pero es que hay días en que a uno ya no se le ocurre nada.
Es de justicia advertir, por tanto, que nunca nadie se había atrevido a abrir el melón inmaculado de nuestro futuro a largo plazo. Normalmente, de hecho, los políticos preferían enzarzarse haciendo uso de la historia, como si en el fondo tuvieran miedo de olvidar cómo deben repetir los mismos errores eternamente. Pero esa peculiaridad, para un insatisfecho como yo, no dejaba de resultar un tanto extraña. Al fin y al cabo, lo que todavía no ha sucedido ofrece un abanico de posibilidades para odiarse muchísimo más ilusionante que lo que sí.
Supongo que ante esta nueva tesitura la gente sensata responderá, y no sin razón, que el verdadero problema lo tenemos quienes no paramos de quejarnos. Para una llamada a la concordia que se atreve a lanzar uno de nuestros representantes, exclamará, por un intento mínimo de superar el mal endémico del cortoplacismo político español, y tienen que venir los de siempre a intentar aguar la fiesta. La cosa desbordaría sentido por los cuatro costados si no fuera por quién ha sido el que nos ha llamado a aparcar el partidismo.
Escuchando a Pedro Sánchez –o a cualquier político, en realidad, pero sobre todo a Pedro Sánchez–, uno debería tener en cuenta que una cosa es lo que dice y otra lo que entiende haber dicho. Esa es la clave fundamental que ayuda a comprender por qué el ufano acto de la España 2050 no era más que una provocación. De su boca entregada salían frases como que la España del futuro debe ser una España consensuada por todos, y sin embargo en su cabeza todavía resonaba aquel magnánimo reproche a Casado por haberse atrevido a acompañar su apoyo ante la crisis ceutí con críticas a su gestión.
Podríamos decir que la palabra concordia, para él, no es más que un eufemismo que utiliza para referirse al hecho de que su Gobierno manda y la oposición acata. Por eso le escandalizaba tanto la osadía de quienes le llevaban la contraria durante los controles al estado de alarma y por eso habría que entender su proyecto a treinta años como una medida más de su mandato, algo atribuible en exclusiva a su persona, quién sabe si para que todavía le recuerde alguien en ese lejano futuro incierto. Tendremos que reconocer, al menos, que por una vez no le falta ambición a nuestro presidente.