Apuntaba Pedro García Cuartango en un artículo reciente que el acusado problema de polarización que sufre nuestra política hoy en día “no tendrá arreglo hasta que empecemos a ver la enorme variedad de grises que existen en la realidad”. Así concluía su texto. Su primera línea arrancaba mentando a Wittgenstein y un poco conocido ensayo titulado “Observación sobre los colores”. En él, el pensador vienés indagó en cómo el lenguaje determina nuestra percepción de la realidad, de suerte que ni siquiera algo tan aparentemente consensuado como los colores de las cosas lo es en realidad. “Siempre me ha chocado que Homero apunta en La Ilíada y La Odisea en numerosas ocasiones que el mar tiene el color del vino, algo que choca frontalmente con nuestra percepción”, escribe Cuartango, antes de concluir que algo así nos sucede a todos cuando hablamos de política y sentenciamos de manera categórica cosas como que Pablo Iglesias es un delincuente, por ejemplo, mientras los de la mesa de al lado le consideran víctima de una conspiración de las cloacas del Estado.
De todo su texto, la frase más notoria, por clarividente, sería en la que explica que “no es la realidad la que funda nuestra visión de las cosas, sino que vemos las cosas a partir de las categorías del entendimiento”. Es una idea interesante porque es precisa. Sólo hace falta repasar cómo nuestra propia ideología tiende a posicionarnos ante cualquier dilema de una forma determinada, antes incluso de que poseamos los datos suficientes para llevar a cabo un razonamiento medianamente crítico, para darnos cuenta de la verdad que encierran las palabras de Cuartango. Pese a todo, todavía echo en falta algún ligero matiz. Quedaría explorar el peso que tienen nuestros sentimientos en todo ese proceso. En una conversación recogida por Jesús Fernández Úbeda, Raúl del Pozo le explicó una vez que, para él, aunque todos pensemos que somos más o menos objetivos y que nuestras emociones surgen en función de las decisiones que hemos tomado de forma meditada, la cosa va más bien al revés. “Primero tenemos una emoción”, y esa emoción condiciona el peso relativo que damos a los datos con los que nos movemos.
Matizando a Cuartango, le diría que es precisamente eso lo que diferencia cualquier debate político del ejemplo de los colores de Wittgenstein. A fin de cuentas, tampoco hay que olvidar que los defensores y detractores de Iglesias utilizan el mismo lenguaje y no por eso ven la realidad de la misma manera. Desde ese punto de vista, el primer paso para tratar de observar los grises que median entre el blanco y el negro en cualquier conversación debería ser testar hasta qué punto son las emociones las que mueven el foco de nuestro propio entendimiento. ¿Por qué nos parece que un mismo juez puede ser un ejemplo de profesionalidad cuando imputa a nuestro rival ideológico pero es un esbirro de las cloacas si le hace lo mismo a nuestro partido al día siguiente? A veces el problema no es tanto que veamos las cosas en blanco y negro como que nos interesa que sean así para no tener que cuestionarnos por completo nuestra manera de entender el mundo. Buscar los grises requiere empatía con el que piensa diferente y, en incontables ocasiones, supone un verdadero desgarro emocional. El sueño de la razón produce monstruos porque nos muestra muchas veces algo que no queremos ver. Es una amenaza directa que confronta con aquello con lo que nos identificamos y que puede dejarnos sin asideros firmes en un mundo demasiado complejo con relativa facilidad. Por eso, yo aún diría más. No sólo hace falta ver los grises que existen en la realidad. También es necesario comprender que el de enfrente suele sentirse igual de amenazado por nuestras ideas como nosotros por las suyas. Los ejércitos visten con colores nítidos para distinguir qué cuerpos son disparables y cuáles no. Lo jodido, como diría Pérez-Reverte, es que los de enfrente llamen a sus madres en nuestro mismo idioma.