Es difícil saber qué favorece más la consolidación de ciertas injusticias, si la intransigencia ideológica o la empatía. A menudo las dos, por no decir que prácticamente siempre acaban dándose simultáneamente. A mí algo de eso me pasó, por ejemplo, después del Iniestazo en Stamford Bridge. Durante las semanas posteriores creí legítimo, por el bien del fútbol, del ultrajado Chelsea y quién sabe si también de la raza humana, reivindicar un movimiento antiarbitral que impugnase el resultado del partido, impidiendo de paso la presencia en la final del puto barsa de Guardiola. Ya ven cómo de intensamente fluía en mi interior el afán reparador para con los desfavorecidos del sistema.
Han tenido que pasar bastantes años para que vuelva a recordar aquella temporada infausta para mi corazón de madridista. Y me ha sucedido de forma extraña, además, mientras leía Secesionismo y democracia, el último libro de Félix Ovejero, que ha editado Página Indómita. En un primer momento, lo sé, la relación no se sostiene, pero después de un par de vueltas uno termina dándose cuenta de que algo en común puede tener aquel arrebato a lo Tomás Roncero con la actitud de esos demócratas que ven con buenos ojos, sin embargo, el derecho a decidir o la autodeterminación de los pueblos. Entre otras cosas, tal vez, el hecho de que siempre es más sencillo apoyar a un antisistema cuando el que se opone a sus desvaríos es tu rival ideológico.
El razonamiento de Ovejero, por su parte, es meridiano. Algo que ayuda a comprender por qué despierta tantos resquemores entre los independentistas. Aunque, en honor a la verdad, tampoco puede decirse que su libro hable de forma explícita de Cataluña o el País Vasco. En realidad se centra en lo que es la democracia, o debería ser, e indaga en las incongruencias de esas posturas que, bajo el pretexto falaz de la voz del pueblo, atropellan sin pudor los derechos de los ciudadanos que lo conforman.
Pero detengámonos unos momentos en ese "debería ser". Si nos ponemos exquisitos, quizás se trate de uno de los ejes fundamentales de la exposición apabullante que hace Ovejero en poco más de cien páginas. Leyéndole se hacía inevitable preguntarse en qué tipo de democracia vivimos realmente. Si todavía mantenemos el espíritu primigenio que buscaba el bien común a base de deliberaciones racionales o si, por el contrario, lo que se ha impuesto es la democracia de mercado: aquella en la que el voto es la moneda por cuya obtención cabe justificar cualquier atropello.
No parece que hable demasiado bien de nosotros el hecho de que pocos ciudadanos conozcan exactamente en qué consiste el intrincado sistema sobre el que descansan sus libertades; que nuestra política se preste tan fácilmente a la demagogia; o que bajo el falso nombre de la democracia sea tan sencillo engañar a los votantes para que apoyen medidas que la vacían de significado. Que un presidente pueda decir sin ruborizarse que el indulto a unos delincuentes que han proclamado su deseo de reincidir tiene que ser perfectamente aceptable es preocupante. Que hable de una resolución judicial como si se tratase de una venganza contra el infractor sólo se entiende si se ha asumido definitivamente la ignorancia de una ciudadanía que no conoce cuáles son los derechos que están en juego.