Una de las cosas que suceden cuando uno comienza a interesarse por la Historia, si de verdad la vocación prospera y no se convierte en uno de esos hobbies de la infancia abandonados antes incluso de ser desembalados de la caja, es el descubrimiento de que nada de lo que se había idealizado está a la altura de los mitos que habíamos erigido sin darnos cuenta. Lo normal a cierta edad es imaginarse encima de un escenario con una guitarra colgada del cuello, o corriendo hasta la línea de fondo para festejar el gol más feliz de nuestras vidas. Esa impaciencia del niño que se figura la gloria al otro lado del presente errático, como si cada momento que quedara por vivir tuviese que rellenar a la fuerza una hemeroteca de recuerdos con los que epatar al más imbécil de los jueces de concursos televisivos. Y algo de ese espíritu juvenil se contagia cuando nos figuramos cómo sería la vida en otros tiempos, creo yo. De ahí que nuestro pasado esté narrado como una interminable sucesión de acontecimientos estelares, episodios de pura trascendencia, asentando en nuestras cabezas la idea de que en cualquier instante y lugar alguien podría estar a punto de realizar alguna hazaña indescriptible que cambiará para siempre el curso de la humanidad.
Lo que pasa es que después la vida pone las cosas en su sitio. El desengaño suele llegar a través de la comparación, generalmente una vez se ha vivido lo suficiente como para darse cuenta de que los anales que describirán nuestro tiempo podrán beber de grandes titulares en la prensa, e incluso registrar momentos de enorme turbulencia emocional, pero no llegarán a describir exactamente esa pasividad pasmosa con la que el reloj continúa siempre su marcha, indiferente a nuestras patéticas querellas.
Alguien dijo alguna vez, de una forma mucho más vistosa, algo así como que los grandes acontecimientos de la Historia nunca son repentinos y, por lo general, suelen ser la espuma de una ola que llevaba gestándose desde mucho tiempo atrás. Lo que es seguro es que ni siquiera cuando ocurren sus consecuencias se dejan ver de forma inmediata. Hasta en la erupción del Vesubio, suponemos, en el terremoto de Lisboa o en el tsunami de Indonesia, la gente debió quedarse en suspenso durante un periodo interminable, como si la tragedia fuese un mensaje imposible de descifrar y el hecho de que el sol continuase actuando como siempre, sin respetar un sólo día de luto oficial, la afrenta más difícil de sobrellevar.
Es entonces cuando mirar nuestro presente, con su día a día miserable, se convierte en una tarea francamente interesante. Cuesta creer, por ejemplo, que la performance de las apisonadoras “destruyendo” las armas de ETA vaya a ser más recordada que los años de plomo, aunque seguramente sea más útil a la hora de definir esta época hipócrita de místicas vacías. Tampoco sabremos por ahora si las constantes salidas del tiesto de la Familia Real terminarán propiciando un cambio y si la vacunación en los Emiratos Árabes de las infantas será vista en el futuro como la primera piedra de una república que, sin embargo, no tiene pinta de poder volver a asentarse en España “con la sencillez, plenitud e indeliberación con la que se producen los fenómenos biológicos”, que es como Ortega describió lo ocurrido en el 31. Más difícil todavía es imaginar a unos españoles del futuro leyendo la tesis doctoral de Pedro Sánchez o viendo en Pablo Casado a un intelectual, pese a que, para ser honestos, tampoco los españoles de hace un siglo recibiesen entusiasmados los escritos de la generación del 14. Quién sabe. Supongo que lo que quiero decir es que no tenemos ni idea de lo que pensarán de nosotros nuestros tataranietos, pero podemos estar seguros de que será mentira.