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Luis Herrero Goldáraz

El gran contagio

En España el nacionalismo está bien visto siempre que no sea español.

Empiezo a pensar que la principal victoria del nacionalismo, al contrario que la del diablo, consiste en hacernos creer que existe, claro que sí, y que todos lo somos un poco aunque no lo queramos reconocer. La cosa es más complicada de lo que parece porque los ademanes diversos del regionalismo miope, la batalla de las lenguas, el onanismo gastronómico, la idealización del terruño, el desprecio al diferente, el quitar la bandera de todos en mitad de un discurso institucional y todo eso no son más que una trampa de cartón, un mero truco de ilusionismo que nos impide ver el verdadero peligro que se esconde detrás. Cuando un catalán llora, por ejemplo, y consigue mamar de la teta pedrosanchista, las cámaras apuntan allí, al espectáculo truculento que protagoniza un Estado opresor incapaz, pese a todo, de dejar de mimar a sus cachorritos de adolescencia difícil. Lo que nunca se ve es la tramoya, el mecanismo letal que mueve sus engranajes para que algo despierte en la mente del extremeño que observa el percal con aires de huérfano eternamente abandonado.

El nacionalismo es una enfermedad sinuosa y letal. Su único objetivo es sobrevivir, y por eso se extiende infectando pueblos vecinos que le ayuden a garantizar su continuidad. No hay vacunas duraderas contra él, entre otras razones porque mientras los síntomas aparecen y se cronifican en lugares sin patria, allí donde, más que historia que reivindicar, lo que existe es constancia en el llanto, el contagio se extiende sin que la gente lo note. Se trata de una trampa mimética, un Terminator sofisticado capaz de hacerse pasar por la madrastra de John Connor para convencerle de que vuelva a casa a cenar fabes, riquiño, por favor, mi arma, con lo mucho que se te echa en falta, tete, y mazo de todo lo demás. Aunque el problema real, por más que algunos pretendan engañarse, no está en la diversidad. Atacar a los que defienden la igualdad de los diferentes diciendo que van en contra de la diversidad es el sofisma predilecto de quienes quieren convertir su egoísmo en algo respetable. Nadie puede negar que las regiones existen, ni que celebrar la propia idiosincrasia es una reacción natural que todos experimentamos de alguna manera. Lo que resulta más difícil de tragar es que un idiota se diga superior a su vecino y consiga tratos de favor en base a mentiras con las que tapar sus menudeos de salón.

El primer síntoma de contagio siempre es la indigestión. Uno se atraganta viendo los chantajes absurdos con los que unos pocos pretenden vivir del cuento y se queda sin hambre al ver que encima obtienen resultado. Después llega la matraca diaria y los argumentos que se convierten en irrebatibles por puro agotamiento mental, hasta que, sin comerlo ni beberlo, se terminan tragando paradojas inconexas, alimentos mal cocinados como que las naciones son un invento pero que en la Península Ibérica conviven por lo menos siete. España es el único lugar de Europa en el que comunismo y nacionalismo han estado bien vistos durante los últimos cuarenta años, aunque sólo sea por su labor de oposición a este fascismo que redactó una constitución con la que igualó a todos los ciudadanos ante la ley, garantizando sus libertades sin tener que pasar por una revolución. Pero existe una excepción. En España el nacionalismo está bien visto siempre que no sea español. Por eso la enfermedad de los pueblos, que es sinuosa y letal, sólo puede extenderse por el mapa saltando de patria chica en patria chica, alimentando su insaciable apetito con el odio fronterizo que produce la comparación. El orgullo es su caballo de Troya. A través de él se hace invencible porque invita a pensar que uno es inmune a sus males. Pero es entonces cuando ataca más fuerte. Hace unas décadas, Barcelona construyó una identidad cosmopolita que terminó engulléndose a sí misma. Hoy sólo queda la carcasa de aquella palabra, igual que si fuera un escudo desde el que algunos ciudadanos se permiten odiar al turista y al español. Recordemos esa lección ahora que en Madrid comienzan a resonar campanas de euforia y discursos acerca de nuestra identidad diferencial.

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