Inquieta pensar que en algunas décadas, a lo mejor, los futuros españoles se dedicarán a resucitar en su Parlamento las frases lanzadas durante estos años por nuestros políticos. Uno casi siente lástima por ellos, cuando quieran hacer uso de los argumentos de valor que les dejemos como herencia y sólo encuentren las intervenciones humorísticas de Gabriel Rufián. Aunque también puede ser que ni siquiera les haga falta. Si todo sigue la misma progresión lineal, entonces ya no tendrán ni que tergiversar a Ortega para encontrar excusas que les permitan pegarse. Sólo necesitarán blasfemar contra sus respectivas madres y enmarcar su gentil discurso proclamando el venerable espíritu del 2020, año de la epidemia y del agravio.
Hay algo especialmente decepcionante en el hecho de que nuestros políticos se refugien tanto en citas ajenas para justificar sus ataques. Es como si ellos mismos fuesen conscientes de su propia ineptitud y necesitasen el apoyo de una serie de muertos ilustres para terminar de reabrir una herida que ya no saben cómo ensanchar más. Eso me hace pensar que lo verdaderamente triste de este tiempo no es que no sepamos escuchar a nuestros antepasados, sino que ni siquiera vayamos a dejar una advertencia mínimamente lúcida a nuestros descendientes. Toda generación corre el riesgo de caer en el suicidio colectivo, pero ¿qué enseñanza original puede aportar una que es capaz de utilizar a Unamuno para alimentar el guerracivilismo? En esta era del Twitter como meca del pensamiento, uno no puede más que echar la vista atrás y recordar esos discursos recientes que pretendían evocar a Churchill, como si el mero hecho de inflar palabras tuviese el efecto mágico de convertirlas en verdad. Al final han bastado menos de dos meses para que la propia inercia de los menudeos monclovitas se imponga definitivamente al gran espíritu de concordia que se suponía iba a traer esta "pelea común" contra la pandemia.
Aunque en todo esto siempre hay unos que tienen más responsabilidad que otros. El actual presidente del Gobierno lleva no se sabe cuánto tiempo sembrando un estado de alarma particular ante la amenaza del posible auge del populismo de la "ultraderecha". Quería presentarse a sí mismo como el único dique de contención viable contra el regreso del franquismo trifachita, y sin embargo lo único que ha conseguido desde entonces ha sido aportar motivos a propios y a extraños para cargar con todas sus fuerzas contra su ridículo liderazgo. Así las cosas, el incendio parlamentario cada vez se aviva más, y la cuestión no estriba ya en que Sánchez le haya prestado una caja de cerillas al loco del que según él debe guardarse España, sino en que si se lo propone sería capaz de convertir en pirómano hasta a El Perro de Juego de Tronos. Hasta hace relativamente poco, el hecho de que se juntase con populistas de izquierdas e independentistas y de que pretendiese gobernar como si tuviese mayoría absoluta siendo el presidente más débil desde la Transición era motivo de escándalo únicamente para los partidos de la derecha; ahora, que se haya dedicado a hacer lo mismo incluso dentro de su propio Ejecutivo ha terminado de dinamitar la concordia hasta entre sus ministros. No deja de ser sorprendente que una persona con un talento tan marcado para cosechar detractores haya conseguido medrar tanto en política.
Y pese a todo, quizás lo más importante que ha pasado esta semana no sea la torpeza mayúscula de un Gobierno sin cabeza, sino el hecho de que las cuchilladas que hasta hacía bien poco se lanzaban solo entre las paredes del Congreso han comenzado a lanzarse en la calle. Hace unos días, mientras Adriana Lastra firmaba con Bildu la promesa de la derogación de la reforma laboral del 2012 a espaldas de los socios de Sánchez en la actual prórroga del estado de alarma –y de paso también de la vicepresidenta económica y de la ministra de Trabajo–, en la España de bandera y cacerola sucedían los primeros altercados violentos entre grupos de manifestantes de distinto signo político. Curiosamente, es posible que sea la primera muestra de eficacia de las políticas del presidente del "diálogo social". A este paso va a hacer falta una prórroga más duradera del confinamiento, pero no para hacer frente al coronavirus, sino para evitar que el pueblo termine de llevar a cabo lo que sus representantes sólo se atreven a insinuarse desde la tribuna.