
Hay en el asalto al Capitolio toda una lectura que se ramifica al infinito igual que un árbol genealógico. Una mina de razonamientos y chorradas, podríamos decir. Por ejemplo: ¿echamos de menos la labor de los pintores, con su épica en retrospectiva, a la hora de plasmar la Historia? Antes incluso de que las fuerzas del orden dispersaran a la turbamulta ya se sucedían los comentarios que hacían notar que, más que un Acontecimiento, así en mayúsculas, lo que estaba sucediendo era una farsa. Casi hubo hasta lamentos de que un espectáculo semejante fuese a figurar en los anales. Y tampoco es de extrañar. Los perpetradores del “primer golpe de Estado” en la “primera democracia del mundo” parecían fantoches esperpénticos alucinados por el éxito repentino de su estúpida osadía. Hordas de payasos disfrazados, más bien. Seguidores de una secta absurda, no por rocambolesca menos peligrosa, que les permite ahora proclamar la impunidad que les ofrece su inconsciencia. Así avanzaban al menos por entre los pasillos relucientes y los salones majestuosos del emblemático edificio: observándolo todo con la boca abierta a través de las pantallas de sus teléfonos móviles, igual que yo aquel año que presencié La Nit del Foc, en un intento vano por aprisionar vivencias que sugiere bastante más de lo que se podría imaginar en un primer momento.
Y es que, pensémoslo bien, ¿acaso un sedicioso perfectamente consciente de la gravedad de su delito detendría su asalto a la ley para hacerse selfis junto al atril de los políticos que ha ido a derrocar? Cabe suponer que no, desde luego, si del éxito de su empresa depende el juicio posterior. Por el contrario, en su asombro genuino se percibe algo así como una cierta ingenuidad que los redime, hasta cierto punto. Un halo de inocencia como el que emana del niño travieso que jamás repara en las consecuencias de sus cabronadas porque ni siquiera conoce el valor de lo que se ha cargado. Ya me estoy imaginando el juicio:
–Se le acusa de atentar contra el sistema sobre el que descansan sus libertades y las de todos sus conciudadanos. ¿Cuál es su defensa?
–¿Defensa? ¿Qué? Disculpe, pero eso que dice no figuraba en el folleto.
En estos tiempos de proclamas populistas de Instagram, lo más lamentable es cerciorarse de que el maromo de los cuernos había ido al Capitolio únicamente para imponer a Trump como presidente del país. No había grandes ideas ni nuevas utopías que probar en su cabeza, sino la mera destrucción del contrincante ideológico y el abandono sin remedio a los designios conspiranoicos del líder tuitero. Cuatro años de mentiras han conseguido poner en evidencia la ignorancia de buena parte de un pueblo que ni siquiera reconoce el valor de las instituciones que está dispuesto a derribar para defender a un irresponsable. Tampoco habría que mirar las fotos y los vídeos que iban realizando sus acompañantes como intentos desesperados por dejar para la historia un sacrificio atemporal. Al menos ellos no parecían percibirlas de esa forma. En realidad eran meros souvenirs. Caprichos turísticos con los que adornar recuerdos a los que regresarán en unos años, cuando quieran brindar por los tiempos en los que se atrevieron a vivir peligrosamente por la patria durante una tarde aciaga para la democracia.
Lo que nos lleva nuevamente a la pregunta de los pintores como testigos de la Historia. ¿Los echamos de menos, realmente? Viendo las cosas de cerca, mientras el mundo parece aproximarse a la catástrofe, no se observan grandes movimientos de personas deseosas de colocarse a la altura de los tiempos. Antes bien una comparsa de onanistas dominados por sus filias y sus fobias; manadas juntas de camino hacia el abismo, como ratas en Hamelín, solo que guiadas por músicos mediocres. No están los lienzos para tales cuadros.