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¡Cayetanos, a los bares!

Yo comprendo perfectamente que, después de tantos días de frentismo político, la gente se haya lanzado a los bares como quien descubre un oasis en mitad del desierto.

Puede que tengan razón todos los que señalan lo extraño que es que desde que abrieran los bares se hayan dejado de escuchar las cacerolas. Aunque, sinceramente, a mí no me lo parece. Se me ocurren incontables motivos por los que sucede algo así. Por un lado, es verdad, podría ser que aquellos que se manifestaban no tuviesen verdaderas razones para hacerlo, como creo que sugieren los que denuncian su repentina desaparición; o puede también que por lo que saliesen a la calle fuese precisamente para clamar por la reapertura de las terrazas, y que ya hayan visto colmados sus anhelos. Por otro lado, sin embargo, existe la posibilidad remota de que no se les oiga porque el regreso paulatino a la normalidad les haya desplazado en los telediarios. A lo mejor todavía queda algún reducido círculo de indignados que sigue sacando sus banderas y sus utensilios de cocina para clamar contra el Gobierno de Pedro Sánchez. Personalmente, espero que así sea, porque lo contrario significaría que la cacerolada que presencié hace unos días en mitad de la Plaza del Perú habría sido una burda alucinación y, sinceramente, no me imagino siendo un enfermo mental demasiado agradable.

De todas formas, yo comprendo perfectamente que, después de no se sabe cuántos días teniendo que tragarnos de manera casi obligatoria este frentismo político nuestro, la gente se haya lanzado a los bares como quien descubre un oasis en mitad del desierto. A veces lo único que esconde la aparente falta de indignación es una indignación tan enorme que ha terminado por engullirse a sí misma. Si la gente siguiese saliendo a la calle con cada escándalo de este Gobierno, no tendría tiempo de regresar a su casa, así que, teniendo en cuenta que la respuesta que reciben por cada cacerolada es una subida de la apuesta por parte de Pedro Sánchez, lo que no se comprende es que no se hayan dado a la bebida mucho antes. No es difícil imaginar el estado de frustración de aquellos que, no habiendo terminado de quejarse por la mala gestión en tiempos de pandemia, se han encontrado de pronto con el pacto con Bildu, con el caso Marlaska, con el cruce de acusaciones guerracivilistas en la Cámara o con el enchufismo del mejor amigo del presidente, gran pareja baloncestística y mejor arquitecto. Entiendo absolutamente a los que dicen que, por lo general, la gente tiende a ser mucho más catastrofista con los desmanes de los contrarios –ahí está el extraño caso de las residencias de la Comunidad de Madrid, sin ir más lejos–, pero tampoco se puede negar que tanto Pedro Sánchez como Pablo Iglesias parecen estar esforzándose especialmente para que exista un motivo nuevo cada mañana por el que rasgarse las vestiduras.

Todo eso me hace escuchar las palabras de Errejón desde una perspectiva distinta. Al principio yo las había tomado como un reproche graciosete hacia la hipocresía de los cayetanos, pero empiezo a pensar que la realidad podría ser otra. Tal vez el antiguo mejor amigo de Iglesias guarde en sus adentros una mezcla de sentimientos difícil de catalogar. Al fin y al cabo, está presenciando el ansiado asalto a los cielos desde la grada, y eso no debe de ser fácil para él. Visto así, se me ocurre que igual su observación ante la ausencia de cacerolas no fuese un dardo a la derecha, como cabría imaginar, sino una desesperada llamada de atención. Ni siquiera resultaría demasiado sorprendente descubrirle un día organizando escraches contra el Gobierno y clamando al cielo por la falta de espíritu revolucionario de los "pijos del barrio Salamanca". Aunque también es verdad que últimamente puedo estar sufriendo alucinaciones, por lo que tampoco deberían hacerme demasiado caso.

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