Que después de dos semanas de confinamiento se haya disparado la venta de bebidas alcohólicas no debería ser noticia. Bastan unos pocos días rodeados de papel higiénico para darnos cuenta de que el culo puede limpiarse de muchas formas, pero sólo existe una que consiga hacer épico el trayecto de la nevera al retrete. Con una cerveza en la mano cualquier desgracia entra mejor. Yo una vez deseé reencontrarme con un antiguo desamor en un local apartado de una ciudad africana para poder emborracharme sin remordimientos a base de güisquis dobles. El alcohol, como las películas de Meg Ryan, es indispensable en la tristeza. Un infortunio no llega a tanto si no puede ser saciado en la barra de algún bar. Por eso tampoco resulta tan sorprendente que en este país, a falta de bares durante la pandemia, la gente haya decidido convertir su casa en uno.
Un artículo reciente recogía un incremento llamativo en las ventas de productos como patatas fritas, helado, harina, chocolate, aceitunas o anchoas y yo, al leerlo, me quedé con la única duda de cómo es posible que con una dieta así se haya estabilizado la compra de rollos de papel. Supongo que por la misma razón por la que Pedro Sánchez comparece tanto últimamente para dejar constancia ante los medios de su falta de control de la crisis: la adrenalina que produce el riesgo. España era un país de cuarenta millones de politólogos que solían establecer sus debates en las tascas y los cafés; y ahora es un país de cuarenta millones de bares en los que ni siquiera entra el fútbol para contrarrestar de alguna forma la sobreinformación política. Es cierto que nos encontramos en una situación crítica y que los avances del coronavirus son de interés primordial; pero también lo es que, precisamente por eso, estamos más expuestos que nunca a la guerra ideológica.
Basta repasar algunos intercambios de golpes que se están produciendo en las redes sociales para constatar que ni siquiera en una crisis que nos afecta a todos está exenta España de partirse por la mitad. Algunos no respetan ni la muerte porque ocurre demasiado lejos de sus ventanas: más allá de los cristales del vecino. Pero al final todo se parece al cuento: andamos deshojando una embrujada flor con la esperanza de que, justo antes de arrancar el último pétalo, algún amor milagroso y redentor deshaga el hechizo que nos convirtió hace tiempo en bestias. Parece una apuesta bastante arriesgada. Igual podríamos probar por una vez a comprar los rollos de papel justos y necesarios, no vaya a ser que un día nos despistemos y acabemos todos cagados.