Ayer, un oyente me decía en Twitter que, en mi afán de criticar (y cito textualmente) "a los rojillos y progres", defiendo a Donald Trump de forma excesiva. A lo cual le contesté que hiciera el favor de no insultar a los rojos, comparándolos con los progres. A los rojos los respeto, a los progres no.
Hace tiempo, tuvimos el placer de entrevistar para este programa a Julio Anguita, que tenía también muy clara la diferencia entre ambos conceptos. "Si me quiere insultar, llámeme progre", nos dijo Anguita, para a continuación rematar: "Yo no soy progre, soy rojo".
Mucha gente parece no tenerlo claro, pero la diferencia entre esas dos formas de ver la vida es abismal. Pongamos algunos ejemplos: Bernie Sanders es rojo; Hillary Clinton es la quintaesencia de lo progre. Alexis Tsipras es rojo; Pablo Iglesias fingió serlo en un principio, para al final revelarse como un simple progre.
Yo, al que se considera a sí mismo rojo, le respeto. Respeto a quien mira a su alrededor, ve injusticias económicas y siente el deseo de acabar con ellas. Puedo discrepar en las soluciones, pero coincido en el objetivo: en un mundo cada vez más rico, en una España cada vez más rica, no existe forma humana de justificar que haya gente viviendo por debajo del umbral de la pobreza. Si yo creo en el liberalismo no es para defender el derecho de los ricos a ser más ricos, sino el derecho de los pobres a hacerse ricos.
Y me indigno con muchas de las mismas cosas con las que se indigna alguien que se considere a sí mismo rojo: me indigna que en tiempos de crisis se rescate a las entidades financieras, en vez de a las personas; me indigna que el capitalismo de amiguetes (¡tan antiliberal!) se haya convertido en norma; me indigna que la corrupción haya pervertido la política, y los medios, y la economía; me indigna que haya gente que pierda su casa a medio pagar a manos de subasteros...
Con un progre, sin embargo, nada me une. De hecho, me causa una repugnancia casi física esa traición a los ideales de la izquierda contenida en el propio concepto de progresía. Porque lo que hemos vivido a lo largo de las últimas décadas es una auténtica estafa ideológica, en la que la izquierda oficial ha ido sustituyendo poco a poco las reivindicaciones de carácter económico por reivindicaciones de orden moral. De modo que con lo que hoy nos encontramos es con una élite de izquierda inserta de hoz y coz en el capitalismo de amiguetes más desaforado, y que mantiene la ficción de ser de izquierda abanderando causas como la ideología de género o el ecologismo infantiloide.
En el progre me repugna casi todo. Me repugna la hipocresía de los millonarios cantantes que persiguen a los manteros mientras sueltan lagrimitas de cocodrilo por los desheredados del mundo; me repugna el cinismo de quienes simulan indignarse por los muertos lejanos mientras miran para otro lado cuando se trata de los muertos próximos; me repugna su fingida lucha contra la desigualdad, mientras depredan el dinero de los impuestos en su propio beneficio; me repugnan sus aires de superioridad moral, su solidaridad que solo alcanza a escribir hashtags en Twitter (porque son gratis), su íntimo convencimiento de que forman una élite que sabe lo que a los demás nos conviene, su profundo desprecio por la gente común...
No, querido oyente, no insulte a los rojos equiparándolos con los progres. Porque no tienen nada que ver. El progre es la quintaesencia de la traición a todo lo que un rojo representa, la prostitución de todo lo que en el ser humano aspira a la justicia, la sustitución de la empatía por la hipocresía más obscena.
No puedo estar más lejos de Anguita en tantos temas, pero Anguita es el último político verdaderamente rojo que ha habido en España. Y las que yo considero sus equivocaciones no me impiden respetarle profundamente. Si la izquierda española está herida de muerte es porque lo progre, los progres, han terminado por expulsar de su seno a todo el que sintiera la tentación de seguir siendo verdaderamente rojo.
Y no solo la izquierda española: algún día, alguien tendrá que hacer la crónica de cómo la neutralización de la izquierda occidental, por su conversión en progre, ha abierto la puerta al crecimiento de los populismos de derecha. Si tiras al suelo la bandera de las reivindicaciones sociales, otro vendrá que la recoja. Si el Frente Nacional es en Francia el partido más votado entre la clase trabajadora, o si Trump ha sido puesto en la presidencia por los obreros de Wisconsin, es porque la izquierda francesa y la izquierda americana dejaron hace mucho tiempo de ser rojas. Bernie Sanders, que sí es rojo, podría haber derrotado a Trump. Pero la famiglia progre se encargó de que su candidata Hillary Clinton fuera la elegida. De aquellos polvos, estos lodos.
En fin, querido oyente que ayer me criticabas. No sé si tú mismo te consideras rojo o progre. Si es lo segundo, me temo que no tenemos nada en común. Si es lo primero, creo que tenemos en común mucho más de lo que tú mismo te imaginas.