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Los enigmas del 11M

Por un puñado de euros

Editorial del programa Sin Complejos del domingo 26/2/2012

Pontardulais es un pequeño pueblecillo de Gales con apenas 5000 habitantes y carente por completo de relevancia histórica. Tiene, eso sí, una gran tradición musical. El coro del pueblo es uno de los mejores del Reino Unido, habiendo intervenido en la grabación del famoso disco "El muro", de Pink Floyd.

La banda de música del pueblo, fundada a finales del siglo XIX, no es tan conocida como el coro, pero también tiene cierta fama y constituye una parte importante de la tradición local. El pueblo está orgulloso de su banda, en la que tocan muchos de sus vecinos.

El pasado año, tres ladrones irrumpieron por la noche en el local de la banda de música de Pontardulais, después de forzar la puerta blindada. Su objetivo era llevarse todos los instrumentos de metal que el local albergaba: las trompetas, los trombones, las tubas, las campanas tubulares, los cimbales, el enorme gong y varios otros instrumentos de percusión.

No se crean ustedes que es que los ladrones en cuestión eran amantes de la música: lo único que les interesaba era el metal. Igual les daba robar cable de cobre de las casas en construcción, que rieles de tren. Después de cargar los instrumentos en el VW Polo propiedad de uno de ellos, los ladrones llevaron su botín a un chatarrero de una localidad cercana, que los introdujo en su trituradora.

Los tres ladrones y el chatarrero consiguieron ser identificados y detenidos por la Policía, aunque la condena tampoco fue enorme: tan solo tres meses de prisión.

Pero lo verdaderamente asombroso de la historia es lo ridículo del episodio. Aquellos instrumentos que los ladrones habían sustraído tenían un valor en el mercado superior a los 21.000 euros, pero lo que los ladrones hicieron fue vendérselos al peso al chatarrero, que les pagó un total de 71 euros por el metal. Y el chatarrero, por su parte, tampoco tuvo reparo en reducir esos valiosos instrumentos a un amasijo, como si se tratara de cualquier lata vieja.

Esta semana ha tenido lugar la votación para elegir al presidente de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional, puesto que el juez Javier Gómez Bermúdez venía desempeñando. En principio, Gómez Bermúdez no hubiera debido tener ningún problema para ser reelegido, puesto que lo apoyaban socialistas y nacionalistas, que cuentan con mayoría en el Consejo General del Poder Judicial. Sin embargo, dos de los vocales del denominado sector progresista rompieron la supuesta disciplina de voto, con lo que el candidato respaldado por el sector conservador, Fernando Grande-Marlaska, resultó finalmente elegido, por once votos contra nueve. De ese modo, Gómez Bermúdez, el superjuez, el presidente del tribunal del 11-M, se queda finalmente compuesto y sin sala.

Tuve la oportunidad de comer con Gómez Bermúdez un par de veces antes de que el juicio del 11-M comenzara. Me pareció un hombre inteligente, relativamente culto y con un sentido bastante desarrollado para las relaciones públicas. Saqué la sensación también de que era un hombre muy imprudente en sus comentarios acerca de sus compañeros jueces de la Audiencia Nacional, a los que ponía a bajar de un burro con un desparpajo bastante llamativo. Pero, por encima de todo, resultaba evidente que era un hombre extraordinariamente pagado de sí mismo, completamente convencido de que todas las personas con las que se relaciona son mucho menos inteligentes que él. Y enormemente vanidoso. Si hay alguien a quien Gómez Bermúdez admire es, sin lugar a dudas, el propio Gómez Bermúdez.

Hay quien le describe como una persona ambiciosa, pero no es verdad. La vanidad no es ambición. De hecho, la primera suele ser un obstáculo para la segunda.

A poca gente se le presenta una posibilidad de pasar a la Historia como la que Gómez Bermúdez tuvo en su mano. Hubiera podido ser recordado, si hubiera actuado como un buen juez, como la persona que hizo Justicia en el caso más importante de nuestra Historia democrática, pero desaprovechó clamorosamente la oportunidad que se le brindaba. Llevado de la ciega confianza en la inteligencia propia y en la estupidez ajena, pensó que podría engañar a todo el mundo durante todo el tiempo. Y ni se atrevió a santificar la falaz versión oficial de los atentados con un edificio jurídico intachable, ni se atrevió a buscar la verdad desmontando aquel sumario fraudulento. Con lo que, al final, dentro de unos pocos años nadie recordará a ese mal juez que fue capaz incluso de mentir a las víctimas de la masacre, prometiéndoles que los perjuros irían "caminito de Jerez".

Así pues, no es verdad que Gómez Bermúdez sea ambicioso. Alguien verdaderamente ambicioso no hubiera desaprovechado así la oportunidad que se le brindó de pasar a la Historia.

Lo peor de aquellos ladrones galeses que robaron los instrumentos de la banda de música de Pontardulais no es que fueran ladrones, sino su tremenda estupidez. Puestos a robar, hace falta ser idiota para vender al peso por 71 euros unos instrumentos que valen 300 veces más.

Con Gómez Bermúdez pasa lo mismo: lo peor no es que sea un juez capaz de emitir una sentencia clamorosamente injusta sobre la peor masacre terrorista que hemos sufrido. Lo verdaderamente asombroso es la estupidez de su acción.

Porque tomó en sus manos un caso que lo podría haber convertido en una auténtica referencia de la verdadera Justicia y lo dejó convertido en un amasijo retorcido de chatarra jurídica. Y todo para acabar siendo traicionado por algunos a los que quiso utilizar en su provecho y que terminaron utilizándolo a él.

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