Editorial del programa Sin Complejos del sábado 10/11/2012
Como la actualidad no hace sino acelerarse, con un panorama lleno de noticias a cual peor, ha pasado casi sin pena ni gloria la aberrante sentencia del Tribunal Constitucional sobre los matrimonios homosexuales, declarando conforme a la Constitución lo que a todas luces no lo es.
No voy a entrar en si el matrimonio homosexual debería ser legal o no. Al final, es la sociedad la que debe, con su voto, decidir ese tipo de cuestiones.
Lo que me escandaliza es, precisamente, que la sociedad ya decidió al respecto en su día, aprobando una Constitución que establece que el matrimonio es la unión de un hombre y una mujer. Y ahora el Tribunal Constitucional, ese órgano al servicio de la clase política, se descuelga aprobando lo que la sociedad no aprobó, con el argumento (por lo que se ha filtrado del espíritu de la sentencia) de que la sociedad ha terminado por considerar normales las uniones del mismo sexo, de que ese artículo de la Constitución ha quedado obsoleto y de que la Constitución debe ser interpretada de manera "evolutiva". No se pueden acumular más falacias en menos espacio.
Vayamos por partes. Dice el Tribunal Constitucional que la sociedad ha terminado por considerar normales las uniones del mismo sexo. ¿Y cómo ha llegado a determinar eso el Tribunal Constitucional? ¿Han preguntado los magistrados a su vecino del quinto? ¿Han ido inquiriendo por la calle, para ver qué opinan los transeúntes o los que esperan en las paradas de autobús? ¿Han encargado alguna encuesta o utilizado las que realiza el CIS? ¿Cómo saben lo que la sociedad quiere o considera normal?
En una democracia, nadie tiene el título de intérprete de la sociedad, por la sencilla razón de que la sociedad no necesita intérpretes. La manera de saber lo que la sociedad opina sobre el tema del matrimonio homosexual, o sobre cualquier otro, es preguntándola, mediante el oportuno referéndum. ¿Pero quién se cree el Tribunal Constitucional que es, para hablar en nombre de toda la sociedad?
En segundo lugar, el respeto a la Ley exige el respeto al espíritu de la Ley, pero también a su letra. Cuando un artículo legal es ambiguo, los jueces tienen la potestad de interpretarlo, por supuesto, pero lo que no puede un juez es saltarse la letra de la Ley cuando esa letra es clara. Por tanto, cuando el Tribunal Constitucional dice que quiere interpretar la Constitución en sentido evolutivo, podrá hacerlo siempre y cuando haya algo interpretable, dudoso o ambiguo. Pero el derecho a "interpretar la Ley" no puede autorizar nunca el ir frontalmente contra lo que la letra de la Ley marca. Y la Constitución es clarísima en el caso del matrimonio, al definirlo como la unión de un hombre y una mujer.
En tercer lugar, el Tribunal Constitucional puede, con todo el derecho, considerar que un artículo de la Constitución ha quedado obsoleto. Pero, si lo cree así, lo que tendrá que hacer es instar a que se modifique ese artículo siguiendo los cauces legalmente establecidos en la propia Constitución. Lo que no puede, en ninguna circunstancia es, por sus santas narices, considerarlo derogado sin más.
En resumen: la clase política, a través del Tribunal Constitucional, ha procedido a modificar un artículo de la Constitución sin seguir los mecanismos de reforma constitucional legalmente previstos. Mecanismos que, entre otras cosas, exigen que al final sea el pueblo español, en referéndum, el que ratifique la reforma.
Si alguien piensa que la sociedad ha evolucionado y considera el matrimonio homosexual como algo normal, si alguien cree que la Constitución debe evolucionar, si alguien está convencido de que un artículo de la Constitución ha quedado obsoleto... lo que tiene que hacer es iniciar los mecanismos de reforma constitucional oportunos, para terminar dando al pueblo español la palabra, y que sea ese pueblo, en el que radica la soberanía, el que modifique ese artículo y autorice los matrimonios entre personas del mismo sexo. Nada habría que objetar entonces.
Pero lo que ha hecho el Tribunal Constitucional es usurpar la voluntad soberana del pueblo español y modificar la Constitución por la vía de los hechos consumados, sin consulta al pueblo.
O sea, que la sentencia sobre el matrimonio homosexual es un auténtico golpe de estado constitucional. Y lo malo es que, si no alzamos la voz para denunciarlo, la puerta que se abre es peligrosísima: si el Tribunal Constitucional se considera con derecho a derogar a placer artículos de la Constitución - en nombre de la sociedad, pero sin consultarla - mañana podría descolgarse violando directamente cualquier otro artículo de la Constitución que a la clase política le interese. ¿Qué impide al Tribunal Constitucional a partir de hoy, por ejemplo, decir que la indivisibilidad de la nación debe ser interpretada evolutivamente de acuerdo con las tendencias sociales, y declarar legal un referéndum de secesión?
Si la letra de la Ley no vale nada, entonces todo es interpretable de acuerdo con la voluntad política del momento y da igual tener Constitución que no tenerla. Lo cual es, por supuesto, la perfecta definición de tiranía.
Porque lo que diferencia a la democracia de la tiranía no es la existencia de leyes: también hay leyes en las dictaduras. La diferencia entre democracia y tiranía es que, en una democracia, la voluntad política está supeditada a la Ley y no a la inversa.
Así que, gracias al Tribunal Constitucional, que acaba de considerar que el poder político tiene el derecho a derogar a voluntad artículos de la Constitución, hoy somos todos un poco menos libres y más siervos. Incluidos los homosexuales.