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Los enigmas del 11M

La partida de las orejas rojas

Editorial del programa Sin Complejos del domingo 9/10/2011

El "go" es un juego de mesa que se inventó en China hace más de 2000 años. En el siglo V su práctica se extendió a Corea y dos siglos después a Japón, donde llegó prácticamente a convertirse en el juego nacional.

El go es para los japoneses más o menos lo que el ajedrez para los occidentales, pero las diferencias entre ambos juegos son bastante notables. En primer lugar, en el go cada jugador tiene un solo tipo de pieza - a la que se denomina simplemente "piedra" -, mientras que en el ajedrez hay varios tipos. En segundo lugar, en el go las piezas no se mueven: una vez que has colocado una piedra en el tablero, se queda en su casilla; por el contrario, en el ajedrez las piezas se mueven por el tablero de acuerdo con el tipo de cada una. En tercer lugar, en el go el objetivo no es capturar a ningún rey, porque no hay rey que capturar; en lugar de ello, de lo que se trata es de ocupar la mayor parte posible del tablero y rodear a las piezas del adversario.

Psicológicamente hablando, es un juego muy oriental: si eres demasiado conservador al ir colocando tus piedras en el tablero, pierdes; pero si eres demasiado arriesgado, pierdes también. Para ser un buen jugador de go, es imprescindible conseguir el equilibrio justo entre conservadurismo y agresividad.

Las reglas del go son enormemente simples, comparadas con el ajedrez, con lo que cabría esperar que el juego fuera más sencillo. Y, sin embargo, ocurre justo lo contrario: precisamente por la simplicidad de las reglas, el juego es más difícil que el ajedrez. De hecho, existen ya programas de ordenador capaces de derrotar hoy en día a los mejores jugadores de ajedrez del mundo, mientras que hasta el momento nadie ha sido capaz de desarrollar un programa que pueda competir con éxito contra los grandes maestros de go.

En Japón, el go es mucho más que una simple tradición. Durante la época del Shogunato Tokugawa, existían cuatro escuelas de go reconocidas y apoyadas por el estado: la escuela Hayashi, la escuela Inoue, la escuela Yasui y la más famosa de todas: la escuela Honinbo. Los campeones de las cuatro escuelas competían entre sí delante del shogun, en los denominados "juegos del castillo", y la intriga y la política jugaban un enorme papel en aquellos campeonatos, dado el prestigio que para las distintas escuelas, y para los propios jugadores, conllevaba el ganar el torneo.

El 11 de septiembre de 1846 tuvo lugar en Tokyo (que por aquel entonces se llamaba Edo) una de las más famosas partidas de go de todos los tiempos, que ha pasado a la Historia con el nombre de "la partida de las orejas rojas". En ella se enfrentaban dos jugadores teóricamente muy desnivelados: por un lado, el maestro Genan Inseki, jefe de la escuela de Inoue, que contaba por aquel entonces 48 años; su oponente era un jugador de la escuela Honinbo, el joven Shusaku, que solo tenía 17 años y era, teóricamente, mucho más débil que su rival.

La partida se desarrolló de la manera prevista hasta llegar al movimiento 126, con el viejo maestro llevando la voz cantante. Pero entonces, de repente, el joven Shusaku colocó una piedra en un lugar del tablero imprevisto.

En principio, ninguno de los espectadores se percató de la importancia de aquella jugada: los discípulos de Genan Inseki no vieron en ella más que una jugada como cualquier otra y continuaban persuadidos de que su maestro iba a ganar con facilidad. Pero un médico que estaba contemplando la partida les comentó: "El maestro acaba de perder".

"¿Por qué dice usted eso?", contestaron los demás espectadores, sorprendidos y molestos. "Está claro que quien domina en la posición actual del tablero es nuestro maestro, así que no sabe usted lo que dice. Usted no entiende el juego del go".

"Pues tienen razón ustedes", dijo el médico. "Yo no soy ningún experto en el juego del go; soy tan sólo un simple aficionado. Pero cuando el joven Shusaku ha colocado esa piedra en el tablero, el maestro Genan Inseki ha mantenido, como siempre, una expresión imperturbable, pero no ha podido evitar que sus orejas se pusieran terriblemente rojas, lo que indica hasta qué punto le ha contrariado esa jugada de su joven rival".

Y aquel médico tenía razón, en efecto. El joven Shusaku acababa de hacer una jugada genial. Ningún espectador se había percatado de su importancia, pero el viejo maestro sí. Y Shusaku, con 17 años, acabó ganando aquella partida que terminaría pasando a la Historia, como ya dije antes, con el nombre de "la partida de las orejas rojas".

Los hombres tenemos una gran facilidad para ocultar nuestros verdaderos sentimientos. Dependiendo de a qué nos dediquemos, es posible incluso que el ocultar lo que sentimos y lo que pensamos sea una necesidad. Si es usted político, o jugador de póquer, por ejemplo, no le queda otro remedio, si no quiere perecer, que aprender a mentir con la cara y con las palabras. No le queda otra salida que aprender a ser un impostor de los sentimientos.

Pero hasta los mejores impostores pueden cometer errores cuando están sometidos a una gran tensión, cuando las apuestas son demasiado altas, cuando la partida es demasiado importante o cuando su posición es demasiado vulnerable. En esos casos, son los pequeños gestos inconscientes, son los lapsus involuntarios, los que descubren el verdadero estado de ánimo.

Y eso le pasó anteayer a José Blanco, al que un empresario corrupto acaba de darle jaque en una gasolinera. En la rueda de prensa posterior al consejo de ministros, José Blanco toreaba como podía las preguntas que los informadores le hacían respecto de las acusaciones vertidas contra él por el principal imputado en la operación Campeón. Y más o menos consiguió salir airoso, hasta que en un determinado momento la periodista de Libertad Digital Kety Garat le preguntó: "¿Se arrepiente usted de haberse reunido en la gasolinera con ese empresario gallego?". Y entonces José Blanco provocó las carcajadas de los periodistas al empezar a contestar a Kety Garat diciendo: "Mire, Señoría...".

Al darse cuenta de su error, José Blanco se apresuró a añadir "Perdón, perdón, un fallo del lenguaje parlamentario...". Pero lo cierto es que José Blanco utilizó, sin querer, la misma fórmula que uno emplearía para dirigirse a un juez.

José Blanco es un jugador experimentado, acostumbrado a poner cara de póquer y a mentir con las palabras. Pero no puede disimular que las acusaciones del empresario Dorribo han hecho mella en él. En estos momentos, su carrera política pende de un hilo y no sabemos aún si al otro lado de ese hilo le está esperando un incierto horizonte penal.

El actual ministro de Fomento está tocado. Sólo el tiempo dirá si además de tocado está hundido.

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